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Ecuador, bajo un escándalo conocido

El mismo funcionario que está dispuesto a usar el dinero público para violar los derechos a la intimidad y seguridad de todos aquellos de los que no se fía por su independencia intelectual es capaz de ignorar otros reglamentos y leyes para satisfacer lo que considera su deber o, que es lo mismo, defender sus intereses y los de su facción o clase. En eso, no hay distinciones entre líderes pseudo democráticos, tiranos de vieja cepa, demócratas devenidos en revolucionarios y el más gris de los tecnócratas. 

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El nuevo escándalo político ecuatoriano, un país hundido en una severa crisis de seguridad e inestabilidad, le suena conocido a los ciudadanos organizados de otros países: acusaciones de espionaje telefónico a personas que son de interés del gobierno, en este caso la administración de Daniel Noboa.
Las denuncias de un líder opositor se registran a poco más de dos meses para las elecciones generales, unas a las que Noboa se presenta como candidato a la reelección, pero con una popularidad a la baja. Al joven político ecuatoriano se lo acusa de que durante su interinato de un año hubo una administración pública de nula planificación, de que su gestión no ha gozado de ninguna base social excepto la de las redes sociales, y de que su narrativa de rompimiento con el pasado es artificiosa, más potente en lo propagandístico que en lo fáctico. Sería, pues, otro ejemplar de la misma clase que deambula por la región.
Que los tintes autocráticos y el afán posmoderno de Noboa o cualquier otro funcionario latinoamericano signifiquen en automático que les interesa escudriñar lo que dicen sus contendientes, los periodistas independientes y/o los movimientos sociales críticos es una reducción: a todos los políticos, sean del signo que sean, les seduce la idea de saber lo que la gente piensa de ellos, lo que no les perdona, lo que conoce de sus apetitos, pecados y áreas vulnerables.
Esa debilidad es la misma que los alienta a contratar expertos en la desinformación, para recrear como independientes y autónomas fuentes, opiniones e incluso medios de comunicación que solo son una fachada de la propaganda; la compulsión por controlar lo que se piensa y dice sobre ellos también se expresa en el modo de ataques contra los periodistas, analistas y exégetas de su trabajo que no le han puesto precio a sus palabras.
De vuelta al tema del espionaje, esa tentación es tan arraigada en quienes se dedican a la esfera pública en esta época y la tecnología ha avanzado de tal modo que hay denuncias y/o investigaciones sobre el uso de esa onerosa herramienta de manera puntual en veinte países, y hay sospechas bajo reporteo y fiscalización en un número igual. Entre ellos se encuentra El Salvador, donde entre julio de 2020 y noviembre de 2021 fueron vulnerados los teléfonos portátiles de al menos 35 ejecutivos y reporteros de seis medios diferentes, entre ellos de esta compañía periodística.
El mismo funcionario que está dispuesto a usar el dinero público para violar los derechos a la intimidad y seguridad de todos aquellos de los que no se fía por su independencia intelectual es capaz de ignorar otros reglamentos y leyes para satisfacer lo que considera su deber o, que es lo mismo, defender sus intereses y los de su facción o clase. En eso, no hay distinciones entre líderes pseudo demcráticos, tiranos de vieja cepa, demócratas devenidos en revolucionarios y el más gris de los tecnócratas: todos aspiran a cierto grado de libertad, a someterse solo a cierto nivel de rendición de cuentas, a salir del poder convertidos en hombres de éxito y blindados a futuro ante la contraloría; en pocas palabras, a la impunidad.

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