Y he aquí la sabiduría con que los redactores de la Constitución americana, uno de los documentos políticos más inspirados de todos los tiempos, analizaron el tema. Se preguntaron, para empezar, cómo evitar que los estados grandes y económicamente dominantes —hoy diríamos, también, narrativamente influyentes— fueran siempre los grandes árbitros de los comicios presidenciales. En otras palabras, ¿cómo garantizar que los estados chicos, pobres y más alejados de los centros de poder tuvieran siquiera la oportunidad de ser decisivos?
Con las elecciones presidenciales estadounidenses a la vuelta de la esquina, se ha reanudado dentro y fuera de EE.UU. el debate sobre si el sistema de Colegio Electoral —definido así por el artículo II de la genial Constitución norteamericana— sigue siendo el más efectivo para elegir al inquilino de la Casa Blanca.
En opinión de los abundantes detractores de este sistema, parece “injusto” que pueda resultar ganador de los comicios un candidato que tenga menos votos —individualmente considerados a nivel nacional— que su contrincante, como ocurrió en el año 2000 con George W. Bush y en 2016 con Donald Trump. Ambos republicanos, en efecto, perdieron en la sumatoria total de los votos emitidos —Hillary Clinton, por ejemplo, obtuvo 2.8 millones de sufragios más que su oponente—; sin embargo, debido a la forma indirecta de votación por la cual los ciudadanos delegan al colegio de electores la decisión directa final, Bush y Trump se convirtieron en presidentes.
Los dos casos mencionados no son los únicos que registra la historia democrática americana; existen otros tres: John Quincy Adams (en 1824), Rutherford B. Hayes (en 1876) y Benjamin Harrison (en 1888). Ellos también fueron derrotados por el llamado “voto popular”, pero se alzaron con la victoria en el Colegio Electoral, cuyos miembros son nombrados por los estados para ese único fin: elegir al presidente y vicepresidente de la Unión. Estos delegados, en función del mandato recibido, entregan todos los “votos electorales” del Estado que representan a la fórmula partidaria que ha obtenido la mayoría de los votos en esa circunscripción estatal. De esta forma, si un candidato gana una pluralidad de votos populares en California, los 55 votos electorales del estado se le agencian enteramente a él.
Ahora bien, ¿sigue teniendo sentido este sistema indirecto de votación? ¿Por qué no sustituirlo, como sugieren muchos, por uno nuevo que respete la sumatoria simple de los sufragios a nivel nacional? En este artículo pretendo explicar los enormes riesgos que conllevaría, para el electorado americano, sustituir el sistema vigente.
Primero admitamos que eso del “voto popular” es un pleonasmo: es imposible que haya elecciones, y por tanto votos, que no provengan de un pueblo votante. Pero esta forma de decir que “el agua moja” es útil a los propulsores del cambio de sistema porque hace creer que el Colegio Electoral no es “popular”, es decir, no respeta la decisión libre, soberana y directa de los ciudadanos. La realidad es que ninguno de los dos sistemas, ni el directo ni el indirecto, deja de ser “popular”: ambos se fundamentan en la suma total de votos emitidos por el pueblo para nombrar sus delegados. Lo que sucede es que los estados, por formar parte de una Federación, otorgan votos en cantidades desiguales, en el Colegio Electoral, en virtud del tamaño de su población.
El dilema, por consiguiente, no se encuentra en si la gente vota directa o indirectamente por el presidente, sino por qué el peso específico de determinados estados, pequeños en habitantes pero quizá ricos en otros aspectos —pensemos en Alaska, Montana, las Dakotas o el Distrito de Columbia—, pueden llegar a tener una enorme importancia en determinados procesos electorales.
Y he aquí la sabiduría con que los redactores de la Constitución americana, uno de los documentos políticos más inspirados de todos los tiempos, analizaron el tema. Se preguntaron, para empezar, cómo evitar que los estados grandes y económicamente dominantes —hoy diríamos, también, narrativamente influyentes— fueran siempre los grandes árbitros de los comicios presidenciales. En otras palabras, ¿cómo garantizar que los estados chicos, pobres y más alejados de los centros de poder tuvieran siquiera la oportunidad de ser decisivos?
Ciertamente, el sistema de colegial vigente no solo permite eso, sino que además impide la concentración de millonarios recursos de campaña en las urbes, distribuyéndolos cíclicamente de acuerdo a la evolución misma de la democracia y la pluralidad de ideas encarnada en la población. Un buen ejemplo de esto es, paradójicamente, el hoy tan “demócrata” estado de California. Cuando la Constitución terminó de ser ratificada por las pioneras trece provincias americanas, en 1790, California formaba parte de México, carecía de medios de producción y su población se dividía entre misioneros católicos, mercenarios europeos y amplias comunidades indígenas partidas en setenta etnias distintas. En esa época era inimaginable que tal territorio pudiera llegar a ser el estado más poblado de Estados Unidos y tuviera, como hoy, el quinto Producto Interno Bruto más grande del planeta.
Cuando en 1850 California pasó a ser el estado 31 de la Unión Americana, su peso en el Colegio Electoral era bastante menor del que es ahora, pero fue aumentando conforme su población creció y convirtió a ese territorio en uno de los más apetecidos por la migración, principalmente hispana. Y sus inclinaciones partidarias, en consecuencia, variaron mucho con el tiempo. Suele olvidarse que los californianos votaron consistentemente por los candidatos republicanos, con excepción de Barry Goldwater, por más de 35 años, desde 1952 hasta 1988. A esta fecha, como no pasaba entonces, los candidatos de ambos partidos solo se concentran en ese estado si creen que pueden ganarlo; en caso contrario —veamos a Harris y Trump—, lo ignoran y enfocan sus esfuerzos en estados más pequeños que pueden realistamente definir las elección: los llamados estados “péndulo” (o swing states).
En otras palabras, sin el sistema indirecto de Colegio Electoral, los territorios más grandes y ricos en recursos —pensemos en Texas y Nueva York, por ejemplo— serían los eternos jueces de cada evento comicial, reduciendo a la nada política a los estados más chicos.
Pero no solo existe esta ventaja. Gracias al complejo pero efectivo sistema electoral estadounidense, la política bipartidista ha sobrevivido desde mediados del siglo XIX y ha beneficiado a la nación con una estabilidad política envidiable, sin duda la más larga de la historia moderna pues no ha sufrido alteraciones graves desde el fin de la Guerra Civil en 1865.
¿Qué sucedería en la práctica si una persona o un grupo de interés tuvieran acceso al poder mediante una mayoría simple, aunque fuera mínima, del “voto popular”? Tendríamos en EE.U. lo mismo que sucede en tantos países tercermundistas: un abanico de partidos con objetivos bien concretos y disputas variopintas, es decir, organizaciones políticas surgidas para consolidar o frenar el aborto, para controlar o liberalizar la venta de armas, para promover o ilegalizar el matrimonio “igualitario”, para facilitar o luchar contra la migración… ¡Uf! Sería la de no acabar.
Sin embargo, como el sistema de Colegio Electoral obstaculiza la proliferación de partidos, Demócratas y Republicanos deben convertirse —a la fuerza— en inmensos conglomerados de grupos de interés que tratan siempre de negociar entre sí, pues solo de esa manera pueden impulsar sus agendas particulares. Es decir, además de poner candados a la atomización, se alienta el diálogo democrático intersectorial.
El sistema, pues, funciona. No es perfecto, porque nada humano lo es; pero resulta efectivo, plural, justo, culturalmente aceptable y, lo más importante, ha contribuido a hacer imposible que se instaure una tiranía en Estados Unidos.
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