Lo ideal es que una película nos impresione o guste lo suficiente como para animarnos a leer la historia original. Curiosamente, no siempre que uno lee el libro se ve animado a ver la película o la serie.
El próximo estreno de una serie de Netflix, basada en la novela Cien años de soledad, ha causado gran expectativa entre lectores y espectadores. La idea de llevar a la pantalla diversas obras del escritor colombiano Gabriel García Márquez no es nueva. Algunos intentos de hacerlo en el pasado no tuvieron particular éxito. Eso nos lleva a pensar sobre los retos que implica adaptar un libro al lenguaje visual.
La tarea no es imposible. Hay incontables ejemplos de novelas cuya versión fílmica ha producido películas de primera calidad. También ha habido fracasos rotundos. El primero que se me viene a la cabeza es la película Seda (2007) de François Girard, basada en la novela homónima del italiano Alessando Baricco. La novela es genial; la película, una decepción absoluta que no supo captar, para nada, el espíritu ni el ambiente que provoca la narración.
En eso radica mi miedo cuando me entero de que un libro que me ha gustado mucho y que es fundamental en mi formación como lectora y escritora, será adaptado al cine. La expectativa es poder replicar la fascinación y el asombro que nos provoca un libro en particular. Pero cuando esa expectativa no se mira colmada en una película que sea, por lo menos, digna de la historia y del autor, se produce en el lector un sentimiento negativo que oscila entre la frustración y la decepción.
Por ello, cuando se anuncian este tipo de proyectos, tengo resquemor. No pude ver, ni veré, la película basada en la novela Pedro Páramo, del escritor mexicano Juan Rulfo. Ver el tráiler fue suficiente para saber que muy difícilmente, la película me gustaría. Y lo digo por el elemento visual que no corresponde a mi imaginación personal ni a mi lectura de dicha novela. Para mí, Comala y sus personajes son un mundo desolado, seco, opaco y árido, un ambiente que cala incluso en los personajes, los vivos y los muertos.
Juan Rulfo sólo escribió un par de libros y, como afición paralela, se dedicó a la fotografía. Tomó muchas fotos durante sus viajes a zonas rurales y pueblos de México. Al verlas, no me cabe duda de que dichas fotos son una representación legítima de lo que Rulfo transmite en su novela y sus cuentos. Son ese mundo que andaba en la cabeza, la visión de su país. Fotografías en blanco y negro que capturan ese ambiente desolado y desprovisto de distractores o excesos que tiene su prosa. Puede buscar las fotos en internet y comprenderá lo que digo.
Ese mismo tipo de ambiente visual esperaría ver transmitido en una película basada en su obra. Pero el tráiler fue suficiente para comprender que sentiría aquella adaptación como un producto muy alejado de mi lectura personal.
El acto creativo implica diferentes maneras de contar la misma historia. También implica diferentes maneras de interpretarla y comprenderla. Espectadores y lectores lo sabemos. Quien lee un libro imagina su propia película. Su emocionalidad hace énfasis en los detalles que se relacionan con su vida. Imaginamos escenarios de acuerdo a los lugares que conocemos y que nos sirven como referencia. Igual con los personajes, aunque a mí me pasa que no logro darles facciones claras y sus rostros tienen esa calidad nebulosa que adquieren las personas que recordamos. Evocamos la esencia, pero no el detalle. Quizás por eso es que los personajes de las novelas nos parecen tan familiares como las personas reales que recordamos o vemos en nuestros sueños.
La realización de una película o serie televisiva implica varios procesos creativos. Cada uno de esos procesos implicará, también, la materialización de diversas interpretaciones sobre la misma historia. Guionistas, directores, actores y demás personal, imprimirán su sello individual en el resultado. Encima de eso, los productores y financistas del proyecto tendrán sus propias sugerencias, con lo cual el resultado final puede terminar siendo un entramado de diferentes visiones.
A la hora de adaptar un libro a guion, es inevitable tener que sacrificar o cortar elementos de la historia para resumir todo el argumento en un par de horas. Escasos directores se dan el lujo de ser más detallistas en su adaptación o de contar como colaborador al autor del libro a filmar. Uno de esos casos es el director húngaro Béla Tarr, quien suele trabajar con el escritor Laszlo Krasznahorkai en sus guiones. Entre ambos adaptaron la novela Sátántangó (de Krasznahorkai) en una película de 7 horas y 19 minutos. La constante y larga colaboración entre ambos, más la involucración activa del mismo autor, permitieron la creación de una película excepcional, que refleja vivamente el espíritu del libro y su historia.
También se da todo lo contrario. Es conocido el hecho de que a Stephen King no le gustó para nada la adaptación que hizo Stanley Kubrick de su novela El resplandor, en 1980. A mí me gustan ambos, el libro y la película, pero es obvio que se trata de dos producciones muy diferentes entre sí.
Lo ideal es que una película nos impresione o guste lo suficiente como para animarnos a leer la historia original. Curiosamente, no siempre que uno lee el libro se ve animado a ver la película o la serie. Supongo que es una manera de protegernos de una decepción, de ver uno de nuestros amados libros convertido en algo alejado de nuestra experiencia lectora o en una representación que consideremos no estar a la altura del original.
En todo este asunto entra también en juego el gusto, que siempre es subjetivo. Es imposible complacer a todos los espectadores o lectores. Hay jóvenes lectores a quienes los libros de Rulfo o de García Márquez les parecen no sólo aburridos sino también, incomprensibles. Basta darse una vuelta por Goodreads y leer los comentarios correspondientes para darse cuenta de ello.
Veremos si las recientes filmaciones les hace más digerible la obra de estos autores que, para todo latinoamericano, son parte de su bagaje cultural. Y usted, ¿qué prefiere: el libro o la película?
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