Desde lo que unos empleados del Ministerio de Educación hacen en la esfera distrital hasta lo que el gobierno central ejecuta a ojos vistas del mundo en el centro histórico, la dinámica es la misma: opacidad, falta de información y la indefensión de la población que no tiene dónde ir a quejarse o a preguntar, al menos no con garantías de que se le atenderá y satisfacerá con prontitud y objetividad.
El caudal de preguntas sin respuesta alrededor de la intervención gubernamental en el Palacio Nacional, el desdén oficial por explicarle a la ciudadanía qué se hizo, si era necesario y cuánto del erario se ha gastado en manosear una infraestructura que forma parte del patrimonio cultural salvadoreño plantea algunas dudas sobre la idoneidad de algunos funcionarios y la irrelevancia en que algunas carteras e instituciones han caído.
En ese caso en particular, es obvio que el Ministerio de Cultura, la Dirección Nacional de Patrimonio Cultural y algunas dependencias fiscales asignadas a defender los intereses del Estado no cumplen con su mandato; se entiende luego del quinquenio a punto de concluir y a partir del modo en que el mandatario se garantizó su continuidad en el cargo que el problema no se reduce sólo a las personas que detentan las posiciones señaladas sino a la irrelevancia en que esas entidades cayeron merced al verticalismo que ha sido instalado como hábito en el gobierno.
Igual puede afirmarse sobre Medio Ambiente y su indolencia ante lo que las urbanizadoras hacen en distintos puntos del país; o Salud Pública negándose a brindar información al país y al mundo acerca de cómo se manejó la pandemia, las cifras auditadas de contagios y fallecimientos, lo invertido en insumos médicos en aquella coyuntura. Como regla general, o se decretan reservas de información de cinco o siete años o se reniega de las preguntas con soberbia como si las arcas de las que se echa mano para el pago de salarios, compras y adjudicaciones no fueran públicas sino privadas.
Recientemente LA PRENSA GRÁFICA publicó el caso de una escuela en el distrito de Izalco que fue desbaratada por el gobierno hace casi medio año; los estudiantes reciben clases en unas carpas y a los padres de familia sólo se les ha dicho que eventualmente recibirán una solución y que mientras tanto guarden silencio y no divulguen lo que pasa. Es la lógica pública al revés, los funcionarios dándole órdenes a los ciudadanos en lugar de aportar soluciones y exhibir ética en el desempeño de sus funciones.
Desde lo que unos empleados del Ministerio de Educación hacen en la esfera distrital hasta lo que el gobierno central ejecuta a ojos vistas del mundo en el centro histórico, la dinámica es la misma: opacidad, falta de información y la indefensión de la población que no tiene dónde ir a quejarse o a preguntar, al menos no con garantías de que se le atenderá y satisfacerá con prontitud y objetividad. Es que aunque haya buenos empleados en muchas dependencias, el manto que ha sido desplegado sobre la institucionalidad es el mismo, premia la obediencia, la genuflexión al corazón del poder, y es imposible servir a esos apetitos y cumplir con las directrices de la ley y con el espíritu del servicio público.
Siendo así, ante la inutilidad de cada vez más porciones del Estado que antes servían como auténticas herramientas para la población, ahora juguetes rotos de la democracia y la fiscalización social, el gobierno podrá seguir recortando a placer ministerios, direcciones y secretarías así como lo hizo con más de doscientas alcaldías, no para mejorar los servicios a la gente sino para estirar al máximo el presupuesto y poder sostener el mayor tiempo posible una burocracia ya no sólo onerosa sino inservible a tenor de los resultados.
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