Llegados a este punto, la pregunta es qué diferencia harán los Estados Unidos de América así como la Unión Europea y una decena de gobiernos latinoamericanos que ya rechazaron la continuidad de Maduro para revertir el recrudecimiento del proyecto autoritario, populista y cleptocrático en Venezuela sin que el desenlace sea sangriento.
Dos días antes de las elecciones presidenciales en Venezuela, un vocero del gobierno estadounidense compartía que el deseo de la administración demócrata era que la jornada transcurriera sin violencia sin importar los resultados, y que la represión política y la violencia como método de resolución de las tensiones eran “inaceptables”. Semanas después y tras varios giros retóricos con los que se temió que Joe Biden estaba perdiendo interés en la crisis en esa nación sudamericana, el Departamento de Estado consideró que los venezolanos eligieron como presidente a Edmundo González, que la declaración del Tribunal Supremo de Justicia de que Nicolás Maduro ganó “no es creíble” y afirmó que la evidencia establece que la mayoría de los votos fueron para la oposición.
¿Qué tanto del endurecimiento discursivo americano tiene que ver con el fragor de la campaña de Kamala Harris y Donald Trump? El veleidoso candidato republicano ya incluyó la política exterior demócrata en la dialéctica electoral y acusó a la vicepresidenta de haber hecho unas concesiones importantes al régimen socialista -el levantamiento de sanciones contra las exportaciones petroleras venezolanas y el indulto al empresario Alex Saab, acusado de ser un importante testaferro de Maduro- a cambio de estas elecciones amañadas. De cara a noviembre, en contrapartida, el gobierno norteamericano debe lucir convincente en su aproximación a la crisis sureña, si bien la transformación de sus declaraciones en resultados que siquiera conmuevan a Caracas para abrir la puerta al diálogo es poco probable en el corto plazo.
Una indolente declaración de Biden la semana anterior, en la que pareció pronunciarse a favor de la realización de nuevas elecciones en Venezuela, fue corregida por la Casa Blanca poco después; ese nuevo chasco del titular de Washington también tuvo algo que ver con la posición asumida el fin de semana por la diplomacia americana. Sea o no que la languideciente república bolivariana lo necesite, si a efectos propagandísticos Harris requiere reforzar los reflejos más graves de la política exterior, así se hará.
Llegados a este punto, la pregunta es qué diferencia harán los Estados Unidos de América así como la Unión Europea y una decena de gobiernos latinoamericanos que ya rechazaron la continuidad de Maduro para revertir el recrudecimiento del proyecto autoritario, populista y cleptocrático en Venezuela sin que el desenlace sea sangriento.
La aspiración de que el chavismo gobernante acceda por las buenas a una transición política es una ingenuidad; si no se adoptan medidas de presión y no se define una hoja de ruta para oxigenar a la disidencia en Venezuela, el compromiso internacional con los derechos y voluntad del soberano en ese país será letra muerta, declaraciones huecas y el epitafio para la democracia llanera.
Los antecedentes no son halagüeños para Biden: lució tibio ante el fortalecimiento de los proyectos populistas centroamericanos, no consiguió movilizar ni un centímetro a la dictadura nicaragüense y en delicadas coyunturas desde el río Bravo hasta el río San Juan, la zona latinoamericana en la que la democracia corre más peligro, el gobierno demócrata navegó en un océano gris, tolerante con violaciones sistemáticas a los derechos humanos, con diatribas contra el republicanismo e intentonas reformistas en unos casos, delicado y apasionado en otras.
Por esas inconsistencias, son contados los rincones del continente en los que se fían de los norteamericanos como agente decisivo en defensa de la democracia.
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