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Reflexiones desde el proceso de pacificación

Aunque décadas después, por conveniencia, estrategia o mezquindad, muchos de los participantes de aquellos hechos, movimientos e historia relativicen la importancia de los Acuerdos de Chapultepec y cómo el contenido del documento le permitió a la sociedad salvadoreña salir exitosamente de la guerra y dar unos vacilantes pero decididos pasos hacia la paz, sólo la invencible voluntad de los negociadores y la lucidez que exhibieron en ese momento explica las posibilidades (y los dolores) del país de hoy.

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Hace 35 años, el conflicto salvadoreño inició su última etapa: la ofensiva guerrillera de 1989, que confirmó a la postre lo erosionadas que estaban las posibilidades militares de ambas partes. El contexto internacional tampoco era el idóneo como para que el Estado ni las fuerzas insurgentes aspiraran a más financiamiento. Aquel episodio, el último sufrido por la población civil a lo largo de la década perdida, incluyó el asesinato de seis sacerdotes jesuitas y dos de sus colaboradoras, una infamia que se convirtió en el último disparador del consenso: aquella locura debía terminar.

Desde ese momento, el proceso político salvadoreño fue pródigo en acuerdos, algunos mucho más difíciles de establecer que otros: fue una época de alta productividad institucional, porque ambas partes contaban con un importante acompañamiento popular y porque entendían que de la convergencia elemental -el deseo de paz- se desprendían muchas otras necesidades que atender y empeños que acometer.

Aunque décadas después, por conveniencia, estrategia o mezquindad, muchos de los participantes de aquellos hechos, movimientos e historia relativicen la importancia de los Acuerdos de Chapultepec y cómo el contenido del documento le permitió a la sociedad salvadoreña salir exitosamente de la guerra y dar unos vacilantes pero decididos pasos hacia la paz, sólo la invencible voluntad de los negociadores y la lucidez que exhibieron en ese momento explica las posibilidades (y los dolores) del país de hoy.

Todo aquel o aquella que quiera invertir energías, recursos y pasión en construir un futuro para el país debe remitirse a Chapultepec, a su contenido, a los métodos y especialmente a cuál fue el caldo de cultivo de un desencuentro tan potente como para que hermanos y hermanas se enfrentaran en combate homicida durante tantos años.

La misma nación que celebró la creatividad y valentía de sus líderes y representantes al firmar la paz había sido conducida décadas antes a la más horrible de las tensiones, a la más desesperada de las angustias. Ese tránsito hacia lo más oscuro de la represión también fue hecho a partir de un manual, el mismo que se aplicó en otras dictaduras militares en la región durante dicha época, en defensa de unos intereses sectarios y de una agenda internacional.

Al satanizar ese brillante momento de la crónica salvadoreña, las autoridades repitieron uno de los hábitos autoritarios por excelencia: creer que la historia puede ser reescrita a partir de los prejuicios del presente, de las veleidades de la contienda política actual, e ignorar a los funcionarios, diplomáticos, pensadores y hombres de armas que pasaron a la posteridad precisamente porque demostraron estar por encima de sus circunstancias; seguramente este El Salvador no se parece a ese con que soñaron, pero sin la visión que tuvieron, ningún país habría sido posible.

Es una época en la que, por obra de una ola de renovado orgullo nacionalista, el país se dice dispuesto a disfrutar con otros lo mejor que tiene. Entre lo mucho que El Salvador puede y debe compartir está su proceso de paz, la disciplina y compromiso exhibido por su institucionalidad en ese trance, lo productivas que fueron las entidades fundadas entonces, con la Policía Nacional Civil en un lugar primigenio, y la esperanza con que su gente abrazó los cambios, la renovación y la reconciliación. Si aquel país le hablase a este, seguramente tendría mucho que enseñarle.

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