
Ser el mejor carcelero del continente no es precisamente una imagen útil para un país necesitado de inversión extranjera directa, interesado en atraer turistas y en proyectarse con una energía contagiosa al mundo. El gobierno salvadoreño ha rehuido de esa incómoda notoriedad a través de una millonaria inversión en relaciones públicas, en publicidad audiovisual, en promoción de los atributos del territorio como escenario para el deporte aventura, para la inversión cripto y un creativo etcétera. Pero en el último mes otra narrativa, la de otro gobierno, ha devuelto al discurso oficial cuscatleco a ese derrotero.
Una narrativa se traga a la otra pese a que en apariencia se traten de lo mismo. Esa es la realidad de esta época de post verdades a placer.
Por un lado, el gobierno salvadoreño se empeña en promover al país desde una perspectiva distinta, alejada de ser el epicentro mundial del homicidio, promovido como un destino novedoso, ecléctico, tecnológico; incluso alojó el concurso de Miss Universo y diversos eventos deportivos para proyectar una imagen diferente, la de una nación optimista, deseosa de desarrollar nuevas habilidades, emocionante y atrevida. Pero debido a la aplicación del régimen de excepción, a la militarización de la seguridad pública y a la apuesta por el gigantismo carcelario, se ganó en los últimos tres años una reputación de régimen autoritario, de administración punitiva y espartana, con un prestigio en menoscabo cada vez que se la compara con el clima de libertades ciudadanas de algunos de los vecinos centroamericanos.
Ser el mejor carcelero del continente no es precisamente una imagen útil para un país necesitado de inversión extranjera directa, interesado en atraer turistas y en proyectarse con una energía contagiosa al mundo. El gobierno salvadoreño ha rehuido de esa incómoda notoriedad a través de una millonaria inversión en relaciones públicas, en publicidad audiovisual, en promoción de los atributos del territorio como escenario para el deporte aventura, para la inversión cripto y un creativo etcétera. Pero en el último mes otra narrativa, la de otro gobierno, ha devuelto al discurso oficial cuscatleco a ese derrotero.
El trumpismo encontró en el sistema carcelario de El Salvador una valiosa herramienta para amenazar a los ilegales, y ayer una importante funcionaria estadounidense pisó territorio cuscatleco para protagonizar una acción propagandística e ilustrar lo lejos que ese gobierno está dispuesto a llegar en su combate contra la inmigración. Esas imágenes y esa mención se repetirán de modo incesante en las próximas semanas; por supuesto, se las puede interpretar como una impensable concesión al éxito de la política de seguridad de Bukele, pero también como la última estación en la construcción de una inquietante reputación para el gobierno y para el Estado, porque de fondo hay un tácito reconocimiento a los rigores que se aplican en los centros penales nacionales, y por extensión a las licencias en materia de derechos humanos de los detenidos.
Luego de que el gobierno norteamericano subrayara que los ilegales salvadoreños no recibirán ningún trato especial y ninguna consideración pese a las buenas relaciones entre el trumpismo y el régimen criollo, la pregunta sobre qué ganó El Salvador al convertirse en el temible destino para los ilegales que sean descubiertos en territorio estadounidense es aún más válida.
Ser utilizado como un ejemplo de lo avieso del futuro de los miles de latinoamericanos que se atreven a cruzar sin documentos la frontera de los Estados Unidos de América no es precisamente un triunfo diplomático; supone además un agravio para el gobierno salvadoreño porque de ahora en adelante internacionalmente se enfatizará más en lo intimidatorio del sistema carcelario cuscatleco que en las medidas que le permitieron reducir el índice de homicidios y contener a una fuerza delictiva del calibre de la pandilla. Pero es lo que pasa cuando quien sostiene la sartén por el mango tiene otros planes y otra estrategia.
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