
Trump fue el ganador de esta coyuntura, consiguió su objetivo de presionar a Maduro -Venezuela reanudó este fin de semana los vuelos para repatriar a sus connacionales detenidos en Norteamérica- y exhibió otra vez su poder intimidatorio. Resta entender cómo resolverá el intríngulis jurídico y constitucional que ha desatado en su país.
Pero la crisis diplomática hacia el sur, entre El Salvador y Venezuela, apenas empieza. Se sabe que el régimen madurista prepara una ofensiva entre propagandística y judicial por las 238 personas que guardan prisión en El Salvador; mientras, la administración de Bukele atesora una posición singular en un tablero diplomático más grande, con los beneficios y riesgos que eso supone en todo sentido, incluso para la seguridad nacional.
Entre los Estados Unidos de América y Venezuela estalló una crisis inevitable; tras el triunfo de Donald Trump, una de las preguntas recurrentes fue qué tan pronto aflorarían las tensiones entre ambos gobiernos y cuánto se tardaría la administración republicana en presionar a Nicolás Maduro. Si durante el primer gobierno de Trump se rompieron las relaciones diplomáticas tras considerar fraudulenta la primera reelección del mandatario sudamericano, ¿qué podía esperarse después del controvertido proceso electoral que le garantizó al socialista la continuidad en el poder pese al triunfo de Edmundo González?
El choque entre Trump y Maduro no tuvo que ver con el estatus del político socialista, no fue una expresión estadounidense de apoyo a la oposición venezolana y no forma parte hasta ahora del probable choque dialéctico entre la administración americana y un régimen que expresó simpatías y una alineación geopolítica que están en las antípodas de Washington. Se trata de un asunto de congruencia con el discurso, la política migratoria y la noción de seguridad nacional de la nueva cúpula estadounidense: Venezuela debe recibir a sus ciudadanos detenidos en Norteamérica al igual que el resto de naciones del continente.
El objetivo del gobierno norteamericano es honrar al menos desde la narrativa la promesa trumpista de poner en marcha la mayor operación de deportación en la historia del país, un propósito en el cual han fallado. Según datos oficiales, Inmigración y Aduanas deportó más personas hace un año, durante la administración Biden, que en este febrero de mano dura y discurso segregacionista.
Un enfrentamiento con Maduro y la posibilidad de abrir un nuevo frente de batalla con uno de los gobiernos menos populares del continente o doblarle el brazo era apetecible para Trump; por eso decidió cumplir a toda costa con el libreto de deportar sí o sí a poco más de 200 ciudadanos de ese país detenidos en territorio norteamericano, entre ellos miembros de un peligroso grupo criminal, sorteando órdenes judiciales, invocando leyes de hace más de 200 años y abriendo el debate sobre la jurisdicción de los tribunales federales supera o no decisiones de política exterior del presidente, es decir, arriesgándose a que se le acuse de desacato y abriendo la puerta a una crisis constitucional.
A esa altura del libreto, se requiere de un tercero que esté dispuesto a recibir a los deportados, que es donde El Salvador entra en escena. Y si el gobierno venezolano iba a considerar el procedimiento como ilegal sin importar el destino al que hubieran sido enviados sus ciudadanos, que su puerto haya sido el sistema penitenciario salvadoreño, con todo lo que se dice y ha sido informado sobre él en los últimos tres años, encendió aún más la retórica madurista.
Trump fue el ganador de esta coyuntura, consiguió su objetivo de presionar a Maduro -Venezuela reanudó este fin de semana los vuelos para repatriar a sus connacionales detenidos en Norteamérica- y exhibió otra vez su poder intimidatorio. Resta entender cómo resolverá el intríngulis jurídico y constitucional que ha desatado en su país.
Pero la crisis diplomática hacia el sur, entre El Salvador y Venezuela, apenas empieza. Se sabe que el régimen madurista prepara una ofensiva entre propagandística y judicial por las 238 personas que guardan prisión en El Salvador; mientras, la administración de Bukele atesora una posición singular en un tablero diplomático más grande, con los beneficios y riesgos que eso supone en todo sentido, incluso para la seguridad nacional.
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