Tras someterse a estudios genéticos y una punción de la médula ósea, a Eva le diagnosticaron mielofibrosis, una enfermedad poco frecuente de la medula ósea, que padecen 1 de cada 100 mil personas.
En 2007, Eva Chávez, que tenía 30 años, empezó a notar que su cuerpo estaba cambiando: se hinchaba de forma extraña, algo que la asustó mucho y la tenía muy mal de ánimo. El temor y la angustia se habían apoderado de ella por completo.
Antes de eso, cuenta, su vida era “bastante” normal. Se dedicaba a cuidar a sus dos pequeñas hijas ya que su marido, por trabajo, pasaba mucho tiempo fuera de su casa.
Tras someterse a estudios genéticos y una punción de la médula ósea, a Eva le diagnosticaron mielofibrosis, una enfermedad poco frecuente de la medula ósea, caracterizada en etapas iniciales por la producción descontrolada de glóbulos rojos, glóbulos blancos y plaquetas.
Con el tiempo el ambiente medular se va reemplazando por tejido fibroso impidiendo su correcto funcionamiento. Es una enfermedad que afecta aproximadamente a 1 de cada 100,000 personas.
Mis rutinas también cambiaron: ya no podía hacer ejercicio de alto impacto, como correr o saltar. En su lugar, empecé a practicar yoga y tai chi, actividades más suaves que me permitían mantenerme activa sin arriesgar mi salud”.
La mielofibrosis se considera una leucemia crónica, un cáncer que afecta los tejidos productores de la sangre del cuerpo. Puede ocurrir por sí sola (mielofibrosis primaria) o se puede desarrollar a partir de otro trastorno de la médula ósea (mielofibrosis secundaria).
“Recuerdo que los primeros días después del diagnóstico lloré mucho. Me sentí atrapada, perdida. Pensaba ´¿por qué a mí?´ Era difícil entender cómo algo tan serio podía ocurrirle a una persona joven, con dos hijas pequeñas y con toda la vida por delante. Al principio, la incertidumbre me llevó a vivir con miedo constante, el miedo a la muerte. Me sentía débil, emocionalmente devastada. La enfermedad no solo impactó mi cuerpo, sino que también empezó a cambiar la forma en que me veía a mí misma. La caída del cabello, las cejas, las pestañas”, rememora Eva.
En etapas tempranas, con esta enfermedad los pacientes pueden tener solo alteraciones leves de laboratorio y si la enfermedad avanza suelen presentar síntomas como fiebre, pérdida de peso significativa, sudoración nocturna, prurito o picazón generalizada, cansancio extremo, en general relacionado a la anemia, recuentos bajos de plaquetas y/o glóbulos blancos y, sobre todo, un agrandamiento considerable del tamaño del bazo.
“Mi reacción inicial fue de desconcierto y angustia. Sentí que la vida se me venía abajo, me costó aceptar lo que me estaba pasando. Al principio, me sentí muy caída, como si no pudiera con todo. Pero en algún momento, me dije a mí misma: ´No puedo quedarme así, tengo que seguir adelante´. Fue entonces cuando tomé la enfermedad como una mochila que me colgué al hombro y decidí no dejarme vencer por ella. No fue fácil, claro, pero comencé a comprender que aunque la enfermedad estuviera presente yo debía seguir con mi vida lo mejor posible”.
Pasaron días, semanas y meses hasta que Eva fue aprendiendo a lidiar con lo que estaba viviendo. Su familia, al principio, no entendía bien lo que estaba pasando.
“Mi mamá, por ejemplo, aún hoy no acepta completamente el diagnóstico y esa falta de aceptación fue otro reto emocional. En casa, mi hija más grande, que en ese momento tenía 10 años, entendió la situación y asumió una responsabilidad que no le correspondía. Se hizo cargo de muchas cosas y yo, como madre, me sentía impotente por no poder estar al 100% para ellas”.
“El tratamiento se orienta a la necesidad clínica de cada paciente. Hasta el momento, el único tratamiento que cura la enfermedad es el trasplante alogénico de médula ósea, pero es un procedimiento muy riesgoso y agresivo, indicado solo en pacientes jóvenes y con buen estado general, que además deben contar con un donante de médula compatible. Nuestro objetivo principal, en la mayoría de los casos, es mejorar los síntomas del paciente y su calidad de vida. Esperamos poder algún día reducir la posibilidad de que la enfermedad evolucione hacia una leucemia aguda”, explica la Dra. Ana Inés Varela, médica hematóloga del Hospital Ramos Mejía y asesora médica de la Asociación Civil Linfomas Argentina (ACLA).
En el caso de Eva pasó por varios tratamientos. Durante muchos años tomó una medicación que, en gran medida, no tenía mucha efectividad y que, dice, era casi un placebo.
“Después, cuando salió un tratamiento más específico, las cosas no mejoraron de inmediato. Al principio, la medicación me hizo mucho daño, me causó vértigo medicamentoso y, durante un tiempo, fue más lo que me perjudicó que lo que me ayudó. En esa etapa estuve muy mal, pero al final decidí seguir luchando. Las consecuencias físicas fueron duras, no solo por la caída del cabello y la anemia, sino por los hematomas, moretones y los efectos secundarios en mi cuerpo”.
A raíz de todo lo que le estaba sucediendo, su vida cotidiana cambió radicalmente. Debido a las constantes internaciones y estudios, dejó de trabajar en relación de dependencia. Esa situación la obligó a buscar un empleo más liviano, algo que pudiera manejar mientras se cuidaba.
“Mis rutinas también cambiaron: ya no podía hacer ejercicio de alto impacto, como correr o saltar. En su lugar, empecé a practicar yoga y tai chi, actividades más suaves que me permitían mantenerme activa sin arriesgar mi salud”.
El impacto psicológico de la enfermedad también fue un gran desafío que debió atravesar. Pero no estaba sola. Buscó ayuda psicológica y ya hace 15 años que Rosario, su psicóloga, la viene acompañando en todo el proceso. “Esta ayuda fue fundamental, no solo para entender la enfermedad, sino también para aprender a vivir con ella y a sobrellevar la angustia que a veces me invadía”.
Con el tiempo, también se unió a la Asociación Civil Linfomas Argentina (ACLA), lo que para Eva significó un cambio muy positivo porque pudo conectarse con personas que atravesaban lo mismo que ella. Fue ahí donde, cuenta, encontró una verdadera red de apoyo.
“Ayudar a otros me permitió ver mi enfermedad de otra manera, con un enfoque más positivo ya que entendí que podía ser útil para quienes estaban pasando por lo mismo. Además, ser parte de ACLA me permitió aprender más sobre mi propia enfermedad y ser más responsable con mi tratamiento, a pesar de los momentos de rebeldía, cuando a veces pensaba en dejar todo de lado”.
Hoy en día, aunque la mielofibrosis sigue siendo parte de su vida, Eva afirma que ya no la ve como un obstáculo insuperable y aceptó que es parte de su vida. “He aprendido a vivir con los efectos secundarios, con los desafíos diarios, y aunque hay momentos de tristeza y cansancio, también hay muchos momentos de gratitud”.
¿Qué aconsejás a los que tienen una enfermedad poco frecuente?
Lo más importante es que no están solos. Hay una comunidad dispuesta a acompañarlos y siempre hay esperanza. La vida no se detiene, aunque nos enfrente a desafíos. Hay que continuar luchando, seguir los tratamientos y confiar en que siempre habrá un nuevo día.
Mensaje de response para boletines
Comentarios