Lorenzo Palacios Quispe nació en un cerro pobre de Lima y se convirtió en un ídolo popular sin antecedentes.
“Cuando Chacalón canta, los cerros bajan”.
Ese lema, que acompañó a Lorenzo Palacios Quispe a lo largo de su carrera, sintetiza su gran hazaña: convocar con su voz a las masas pobres que vivían en los cerros de Lima.
El público encontró numerosas formas de nombrar su grandeza —el faraón de la cumbia, el ángel del pueblo, papá Chacalón— y lo acompañó hasta su muerte en 1994, a los 44 años, cuando estaba en la cúspide de su carrera.
Chacalón es reconocido como el mayor exponente de la música chicha, un género que nació de esa Lima marginada en la que él creció y que ahora —aunque él no vive para verlo— se ha convertido en un fenómeno masivo que atraviesa clases sociales.
Alfredo Villar, escritor e historiador del arte peruano, escribió Papá Huayco, una novela sobre la vida de Chacalón, a quien califica como “el mayor hito de la cultura popular peruana”.
El título de su libro juega con el peruanismo “huayco”, que se refiere al alud de lodo que se vierte por una montaña cuando hay lluvias torrenciales, tal como lo hacían los pobres de los cerros de Lima para escuchar cantar a Chacalón y bailar al son de su música.
Antes de convertirse en un ícono, Lorenzo Palacios Quispe fue a veces zapatero, a veces delincuente, a veces peluquero, y a veces cantante de huainos como su mamá.
Era el mayor de 19 hijos de Olimpia Quispe. Su padre, también llamado Lorenzo, era un prolífico danzante de tijeras.
Chacalón nació en 1950 en La Victoria, un distrito de Lima, al pie del cerro San Cosme, un asentamiento informal en el que, como en tantos otros en América Latina, pequeñas casitas de colores se construyeron una encima de la otra.
Desde pequeño, animaba fiestas y cantaba en bares y restaurantes.
Pero su inicio en la música profesional se dio casi por casualidad.
Su hermano, que era conocido como Chacal, había conseguido convertirse en el vocalista de un grupo de música tropical llamado “Celeste” que estaba ganando fanaticada.
Un día, Chacal decidió abandonar el grupo por desacuerdos con el director, pero recomendó a su hermano, Lorenzo, como reemplazo por el parecido de su voz.
Al ingresar a “Celeste”, a mediados de los años 70, Lorenzo fue bautizado como Chacalón por ser hermano de Chacal pero un poco más grande y gordo.
El fichaje fue un éxito instantáneo. Con “Celeste”, Chacalón vendió discos y llenó bailes. Su mullet ochentero y sus atuendos coloridos, que a veces él mismo se cosía, empezaron a hacerse conocidos en los cerros de Lima.
Pero no fue sino hasta unos años después que encontró la que sería su agrupación insignia, La Nueva Crema, al lado de la cual grabó y cantó sus temas más recordados.
Quizás el más importante de estos fue “Soy provinciano”, que puso en palabras la dura realidad que él mismo había vivido y que era la de cientos de familias provincianas que llegaron a Lima durante los años 60 y 70.
“Solo tengo la esperanza de progresar. Busco una nueva vida en esta ciudad donde todo es dinero y hay maldad”, dice la emblemática canción.
Chacalón la dedica, al inicio de la grabación, a “todos mis hermanos provincianos que labran el campo para buscar el pan de sus hijos y de todos sus hermanos”.
Aunque él había nacido en Lima, sus padres venían de otras provincias: Huancayo y Ayacucho. Hacía parte de una generación bisagra hija de la migración masiva del campo a la ciudad.
Con “Soy provinciano”, Chacalón, “se vuelve casi como un paradigma del migrante, del que llega a la ciudad prácticamente sin nada y se inventa una vida. Y es por eso que es un héroe de la masa popular”, le explica Alfredo Villar a BBC Mundo.
Durante la década y media que siguió, Chacalón siguió cosechando éxitos y consiguió una popularidad sin antecedentes.
Convocaba al baile cada fin de semana a una multitud en la Carpa Grau, un escenario en el distrito de La Victoria que se convirtió en el epicentro de la música chicha.
La melancolía de sus letras y de su forma de cantar se convirtió en su sello.
En Cruz Marcada, uno de sus temas más conocidos, cantaba versos como “Nací con tanta pobreza, nací con tanto dolor”, “Con lágrimas pido al cielo que ilumine mi camino” o “Algún día yo he de triunfar, pero antes llevaré esta cruz”.
Alfredo Villar relaciona esa nostalgia con los huainos, la música tradicional que interpretaba la mamá de Chacalón y él mismo en su niñez.
“Es una música netamente sentimental, desgarrada”, dice, y agrega que la forma de cantar propia del folclor peruano es “a todo pulmón, sin cuidar mucho la cosa melódica o el tono de la voz. Lo que importa es lo emotivo y las cosas que se dicen cuando se canta”.
Esa voz “con sentimiento, casi llorando” iba acompañada de un sonido instrumental que incluía elementos andinos, sonidos tropicales provenientes de Cuba y Colombia, y unas marcadas guitarras eléctricas rocanroleras.
Ese sonido ecléctico, del que Chacalón se volvió su máximo representante, empezó a ser conocido como música chicha.
“Lo chicha sería esa mezcla de lo foráneo, de lo extranjero, de lo cosmopolita, pero para trasladarlo a un lenguaje totalmente propio. Es también nuestra indisciplina frente al occidental", explica Alfredo Villar.
Esa hibridación dio como resultado un producto cultural único que pronto trascendió lo musical.
Los carteles que anunciaban los conciertos de música chicha empezaron también a tener una estética propia, caracterizada por el uso de la serigrafía y de colores fosforescentes. El origen de lo que hoy se conoce como arte o gráfica chicha.
Chacalón le hablaba al oído a la marginalidad, porque él mismo había hecho parte de esta: no terminó la escuela e incluso estuvo en la cárcel cuando era joven por ocasionarle una herida en el rostro a un policía retirado.
Para Villar era un representante de esa masa más marginada: los presos, la gente que había cometido delitos, gente que había sido olvidada incluso por la izquierda.
“Al incluir también a los que estaban fuera de la ley, a los marginados, a los desesperados y a los desesperanzados, Chacalón adquiere un rasgo mesiánico, como Cristo, que se iba con las prostitutas y los ladrones”.
Ya convertido en un cantante famoso, sin embargo, Chacalón usó la tarima para aconsejarle a su público que dejara el vicio y la delincuencia.
A diferencia de lo que pasaba más o menos contemporáneamente en el hip hop estadounidense, la cultura popular peruana no glorificaba la transgresión de las normas sociales.
“Lo que hay (al contrario) es una culpa de esa transgresión, un discurso de que se ha transgredido porque la sociedad no te da otra opción, has delinquido porque eres pobre, lo necesitabas, pero hay siempre un arrepentimiento”, explica Villar.
Chacalón se convirtió también en un símbolo de la movilidad social, de que era posible salir de esa marginalidad. Y el dinero que conseguía con su música lo compartía generosamente con los necesitados.
En reportes de la prensa local, los hijos de Chacalón relatan que los seguidores de su padre llegaban hasta su casa a contarle sus problemas y él buscaba la manera de ayudarlos.
“Esa especie de dadivosidad, una especie de socialismo intuitivo de repartir los beneficios para mucha gente fue algo que convirtió a Chacalón en una persona muy querida”, señala Villar.
Por eso, no fue sorpresa que su muerte, repentina y temprana, despertara el fervor de su fanaticada.
Según reportes de la prensa local, Chacalón falleció por un paro cardíaco. Estaba enfermo de diabetes, y al parecer su estado de salud se había deteriorado por una atención inadecuada.
Decenas de miles de personas asistieron al funeral del artista. Llevar el cuerpo desde su casa hasta el cementerio fue una tarea titánica por la horda de gente que llegó a despedir al artista.
Es un fervor que no acabó ahí.
“Cada año que pasa, es como si en realidad su amplitud y su llegada social creciera cada vez más”, cuenta Alfredo Villar, quien asiste cada año al aniversario en el cementerio.
“Es casi un santo para mucha gente. Hay gente muy devota que lo ama, y es un amor que sigue creciendo”, agrega. “Mientras exista marginalidad, Chacalón va a seguir siendo un héroe”.
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