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“No fue un show, fue real”. El día que un mecánico salvó a un avión de la tragedia desde el techo de un Audi

En 1985, hace 40 años, un avión con el tren de aterrizaje atascado sobrevolaba el aeropuerto de St. Augustine sin aparente solución; fue entonces que se gestó una heroica solución que se transformó en leyenda y captó la atención de todo el mundo

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La mañana del 12 de marzo de 1985 se presentó, según relatan las crónicas de la época, como un día cualquiera en el aeropuerto de St. Augustine, una pequeña terminal aérea que mucho tiempo después adoptaría el nombre de Northeast Florida Regional Airport.

No hay registros en los artículos consultados que describan con detalle si el sol brillaba con fuerza o si el viento soplaba con demasiada intensidad. Aun así, los testimonios coincidieron en que nadie sospechaba que presenciarían un suceso tan insólito que se convertiría en leyenda local y aparecería en la televisión de medio mundo.

El avión sobrevuela la pista con solo dos de sus tres ruedas de aterrizaje bajas. Phillip Whitley. 

Aquel día, el aviador Scott Gordon, de 25 años, se encontraba en una tarea rutinaria: probar un Piper Turbo-Arrow. Pese a su juventud, tenía gran experiencia: llevaba casi una década en la aviación, ya que había hecho su vuelo de bautismo a los 16.

El plan de vuelo no era extenso. Sin embargo, en cuestión de minutos, Gordon comprendería que las dificultades del aire no siempre se presentan con banderas rojas ni con advertencias de mal tiempo: el tren de aterrizaje de su aeronave se negó a responder.

En tierra, el veterano de exhibiciones aéreas y administrador del aeropuerto, Jim Moser, escuchó por radio que Gordon no podía desplegar por completo las ruedas. El Piper volaba con las luces de indicación mostrando solo dos focos encendidos de los tres que debían brillar cuando el tren se aseguraba.

De inmediato, Moser supo que el aterrizaje sería complicado. Siguiendo la pauta convencional, lo primero era contemplar un “belly landing”, es decir un aterrizaje “de panza” en el que la aeronave se posa sobre el fuselaje sin el tren.

“No es muy complicado. Era improbable que el piloto se lastimara, aunque sí era probable que esa maniobra destruyera la aeronave”, dijo Moser tiempo después.

Dicen las notas que, cuando la novedad se propagó entre los trabajadores de la zona, algunos empleados de la fábrica Grumman, ubicada en las cercanías, se acercaron a la pista para observar la frenética actividad que se preparaba en el asfalto. Camiones de bomberos y un puñado de curiosos se alinearon a la distancia, con la vista clavada en ese punto del cielo donde el avión continuaba dando vueltas, aguardando un plan definitivo.

Fue entonces que Moser, recordando sus participaciones en exhibiciones acrobáticas, concibió una idea que a ojos de cualquiera habría parecido una locura. Pero para él y para Scott Gordon, acostumbrados a desafíos al límite, no había imposibles.

La primera estrategia que brotó en la mente de Jim Moser fue la de colocar un camión de plataforma en la pista, con la esperanza de que Scott Gordon pudiera tocar una sola rueda y equilibrar el ala opuesta sobre la superficie del vehículo. Se dice que aquella idea surgió porque Moser y su padre Ernie habían hecho maniobras semejantes con un J-3 Cub, aterrizando sobre pequeñas plataformas acopladas a camionetas en movimiento.

Sin embargo, la teoría no siempre calza con la práctica real, y pronto quedó claro que el camión no alcanzaba la velocidad necesaria. Gordon volaba a más de 100 kilómetros por hora, así que toda la fantasía de equilibrar el avión en el camión se disolvió rápidamente.

Aun así, el piloto en el aire y su aliado en tierra no se dieron por vencidos. Ahora, con la agudeza de un acróbata, Moser ideó un plan extremo: usar su Audi para acercarse a la panza del Piper y liberar manualmente la rueda trabada. Todo en movimiento.

Aquí se ve cómo el avión ya tiene sus tres ruedas operativas, luego de la asistencia de Lippo. Phillip Whitley. 

Mientras el Piper continuaba volando en círculos, gastando el menor combustible posible para poder prolongar la emergencia el tiempo necesario, en la pista se ultimaban detalles. Moser se acomodó al volante de su Audi, ajustó el retrovisor para vigilar en diagonal la estela del avión y permitió que dos mecánicos se apilaran en el vehículo: Joe Lippo, un hombre alto, de más de 1,90 metros, iría con medio cuerpo fuera del techo solar, mientras que Rhett Radford se ubicaría en uno de los asientos traseros, aferrándose con fuerza a Lippo para brindarle equilibrio. Una vez listos, comenzaron la operación.

Moser aceleró el Audi sobre la pista de aterrizaje y logró igualar la velocidad del Piper. En una muestra de habilidad y coordinación extrema, Gordon bajó el avión hasta ubicarse un metro por encima del automóvil. En ese instante, cualquier movimiento podría resultar fatal.

Lippo, que asomaba desde el techo del Audi, alcanzó a tocar el avión. Puso sus manos alrededor de la rueda atascada y tiró con todas sus fuerzas. No lo logró destrabar el sistema en el primer tirón. Pero tuvo una segunda oportunidad que fue definitiva y libeó el tren de aterrizaje. La rueda al fin bajó a su posición natural.

Ese segundo tirón sobre la rueda cambió el curso de toda la historia. Segundos después, con renovada confianza, Gordon se preparó para un aterrizaje que ya parecía mucho menos dramático que las perspectivas iniciales.

Como un acto final que la multitud esperaba con el aliento contenido, el Piper descendió sin contratiempos y rodó por la pista hasta detenerse en un clima de aplausos que se escuchó, según se dijo, desde los hangares hasta los extremos del aeródromo.

Las crónicas de la época coinciden en describir aquel momento como un clímax de película. Uno de los artículos relata: “Cuando el piloto bajó del avión, le estrechó la mano al mecánico. Luego lo llevó a una taberna local a tomar una copa (o dos, tres o…). Nadie discutía que la hazaña se merecía, al menos, un brindis colectivo. Después de todo, no siempre se domina el caos desde un coche que circula a toda velocidad por la pista, mientras un avión roza el asfalto sobre la cabeza del mecánico”.

En esas mismas horas, un testigo privilegiado capturaba en imágenes y video el episodio: se trataba del fotoperiodista Phil Whitley, un profesional que, con su cámara en mano, inmortalizó la escena. “Este incidente puso a St. Augustine en el ojo de todos”, diría luego, resumiendo en una frase la dimensión del impacto mediático que vendría después.

Y no exageraba. Varios años más tarde, Whitley seguía recibiendo peticiones de uso de su metraje para programas de televisión en Estados Unidos y en el extranjero. Aquel suceso alcanzó una difusión inusual para un incidente aeronáutico local.

El propio Whitley contó que había olvidado la cuenta exacta de cuántas veces su grabación había sido solicitada, aunque la cifra rondaba las 75 emisiones televisivas. Al fin y al cabo, ver a un mecánico colgándose fuera de un auto en marcha para salvar un avión era, sin lugar a dudas, material perfecto para cautivar audiencias.

Aquella fama inesperada suscitó, como es habitual, sospechas y rumores. ¿Se habría planeado todo para la promoción de Aero Sport Inc.? ¿Era la maniobra un viejo truco de exhibición aérea preparado con antelación? Pero Gordon, con la sencillez de quien afrontó un riesgo real, atajó tales conjeturas: “No fue un show, fue real”, enfatizó.

Los bomberos y los servicios de emergencia esperaban en la pista, preparados para un posible desenlace de película que, a su modo, sí terminó por serlo, aunque con final feliz.

Y es que aquel 12 de marzo fue tan real que los periódicos de la zona cubrieron ampliamente el suceso en las horas y días siguientes, publicando artículos que aludían a la sangre fría de Gordon y Moser y a la hazaña de “the Hulk,” como más tarde bautizaron a Lippo por su tamaño y fuerza.

“No lo hubiéramos logrado de no ser porque tuvimos un piloto talentoso arriba del avión”, dijo Moser, subrayando la importancia de la pericia de Gordon en el aire. Hasta el día de hoy, muchos recuerdan aquel aterrizaje de 1985 como una experiencia inusual donde se salvó no solo el piloto, o el avión, sino también la integridad de todo un grupo de profesionales que, con destreza y valentía, demostraron que la realidad puede ser tan fantástica como la mejor de las historias.

Los diarios de 1985, en notas firmadas por periodistas como Harry Russo, describieron la escena con gran detalle, insistiendo en la serenidad de Scott Gordon cuando por fin salió de la aeronave: “No, Gordon estaba tranquilo cuando salió del avión. Estaba orgulloso”.

Aquello retrataba bien el temple de un joven piloto que, pese a tener escasos 25 años, supo dirigir el rescate desde el aire, comunicándose con Moser y los mecánicos, y aportando la experiencia de sus vuelos de exhibición acrobática para ejecutar la arriesgada sincronización.

Lo más sorprendente es que, a pesar de lo intrincado de la maniobra, nadie salió herido. El único sobresalto fue el riesgo corrido por el propio Lippo, expuesto a un golpe de ala o a un movimiento brusco que lo hubiese podido proyectar contra el asfalto. “Tenía algunas cosas en mente, como que el avión cayera repentinamente o que la parte trasera del avión me golpeara en la cabeza”, confesó el mecánico en una entrevista concedida a la Associated Press. Aun así, cumplió su cometido con coraje y disciplina.

Al margen de las anécdotas y el revuelo, algunos se preguntaban por qué falló el tren y qué lecciones podía sacar la industria aeronáutica local de lo ocurrido. Se determinó que el desperfecto provenía de un perno que bloqueaba el mecanismo.

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