
Aunque el martinato duró 13 años y se caracterizó por el control violento de la disidencia, una solución pacífica acabó la dictadura más larga de la historia nacional.
«No creo en la historia, porque la historia la escriben los hombres y cada hombre tiene su pasión favorable o desfavorable. Yo no creo más que en una cosa: en mi conciencia, y esa conciencia me dice que he cumplido con mi deber".
Pronunciadas el 8 de mayo de 1944, estas palabras encabezaron el discurso de renuncia a la Presidencia de El Salvador del general Maximiliano Hernández Martínez, atornillado en el poder desde 1931 tras un golpe de Estado al presidente Arturo Araujo.
La “abdicación” del dictador, derrocado por una huelga pacífica de la sociedad civil, representó su derrota definitiva y el cierre de un capítulo oscuro de la historia salvadoreña, marcado por una gestión calificada por muchos como la “tiranía de los 13 años”.
Sin embargo, el derrumbe final del autor intelectual del genocidio indígena de enero de 1932, que cobró la vida de entre 5,000 y 35,000 víctimas y se ha ganado el título de “etnocidio” entre unos estudiosos, comenzó a gestarse 36 días atrás, a principios de abril.
“El domingo 2 de abril comenzó la Semana Santa y también fue el día uno de la caída del general Maximiliano Hernández Martínez”, señala el historiador Roberto Turcios en su libro Dictadura de ley.
Durante 36 días frenéticos el país sufrió una suerte de caos político-social, o como lo describe el académico, una secuencia “vertiginosa e impresionante” de hechos políticos.
Este periodo estuvo plagado de rebelión, una ola represiva, fusilados, ondas conspirativas, la épica huelga general que acortó los días de Martínez en Casa Presidencial, asesinatos y la renuncia.
Pero, tal como coinciden Turcios y el historiador Héctor Lindo, vio su génesis mucho antes (en 1938) cuando el militar de larga carrera garantizó su reelección con una nueva Constitución dictada en 1939 por una Asamblea Constituyente que lo enroscó en el poder.
Aunque para Turcios, aquella Constitución incorporó novedades notables, la intención real del proyecto era darle legitimidad constitucional a la dictadura y alargar el periodo de Martínez seis años más.
La Carta Magna amplió el plazo presidencial de cuatro a seis años e incorporó un artículo único (art. 91) que le dio la facultad expresa a la Constituyente de escoger por única vez al próximo mandatario salvadoreño, “por exigirlo así los intereses nacionales”.
Los diputados de la Constituyente, electos en octubre, aprobaron la nueva Ley Suprema y decidieron sin mucho debate y por unanimidad la continuidad de Martínez en el cargo por seis años más.
Esa Constituyente había sido convocada por la Asamblea Nacional (hoy Asamblea Legislativa) dado el respaldo popular a Martínez expresado en cartas enviadas por las alcaldías, donde una parte del pueblo supuestamente aclamó la continuidad del “teósofo” en el poder.
Pero ese apoyo popular en 1938, menor que en 1931, se erosionó gravemente en abril de 1944, poco después de reelegirse hasta 1949 reformando la Constitución a través de una nueva Constituyente y tras sofocar una rebelión armada con brutalidad.
“Las señales del descontento se perciben con claridad desde el proyecto de reescribir la Constitución en 1939 para lograr una reelección que era anticonstitucional”, señala Lindo en el video “Huelga de brazos caídos, 80 aniversario”, colgado en su cuenta de Youtube.
Según Lindo, un cambio clave fue eliminar la autonomía de la Universidad de El Salvador (UES), lo que “indignó” a estudiantes, profesores y autoridades universitarias al grado que el rector, Sarbelio Navarrete, renunció como protesta.
En junio de 1940, se consumó la primera manifestación estudiantil contra el gobierno. En junio de 1943, Martínez provocó malestar al iniciar su campaña para su segunda reelección, violando la prohibición de su propia Constitución de 1939.
En julio de ese año, ocurrió otra protesta estudiantil, y poco después, universitarios organizaron un comité antifascista. En octubre, el gobierno impuso la censura previa a todos los diarios y revistas, y en enero de 1944 cerró el Club de Prensa de San Salvador.
En el resto de 1943 e inicios de 1944 hubo numerosas capturas, redadas, cateos, vigilancia, intimidaciones a estudiantes y dueños de periódicos y condiciones de circulación, tanto que al final de su dictadura tenía enemigos en todos los sectores de la sociedad, incluido el Ejército, según Lindo.
Las reformas constitucionales, además, condicionaron la libertad de asociación, otorgaron la facultad del presidente para resolver a voluntad problemas políticos, sociales y económicos y autorizaron al Estado a establecer monopolios de cualquier servicio “provechoso para la comunidad”, lo que sentó mal a empresarios agrícolas e industriales.
El 2 de abril de 1944, mientras Martínez descansaba en el Puerto de La Libertad, en San Salvador estalló una corta sublevación armada de los regimientos Primero de Infantería y Segundo de Artillería y el cuartel de Santa Ana.
Según expone Luis Gerardo Monterrosa en La sombra del martinato, el descontento en el seno del Ejército se debió a la arbitrariedad de las promociones y al continuismo del dictador.
Los oficiales rebeldes, tal como relata Patricia Parkman en Insurrección no violenta en El Salvador, controlaron la Fuerza Aérea, la estación estatal de radio YSP, las oficinas del Telégrafo en San Salvador y Santa Ana, y el cuartel de la policía en Santa Ana.
El comando revolucionario llamó a los demás cuarteles nacionales afirmando que todos los demás apoyaban la revuelta y exigió su respaldo, y hasta hubo una gran manifestación civil en Santa Ana que acuerpó la rebelión y depuso a las autoridades locales y eligió a otras.
Sin embargo, una sarta de descoordinaciones, torpeza, divisiones, desconfianza entre oficiales y entre líderes militares y civiles condenó al fracaso la insurrección, que terminó el 4 de abril con todos los líderes insurrectos capturados o fugados.
En el proceso se intentó interceptar sin éxito el vehículo que transportó a Martínez del Puerto hacia San Salvador y bombardear el cuartel de la Policía, que al final resultó en un gran incendio que destruyó una cuadra del centro de la capital.
La respuesta de Martínez fue dura: proclamó al ley marcial en todo el país y impuso un toque de queda por varias semanas en San Salvador, cuya violación incluso provocó asesinatos de la policía contra personas que transitaban en la calle durante su vigencia.
La policía exigió la obtención de salvoconductos a las personas que querían viajar dentro del territorio y, según fuentes, se “escuchaban disparos en todas partes de la ciudad”.
Algunos clubes sociales fueron cerrados, las organizaciones de trabajadores dejaron de operar, hubo expulsión de cadetes de la Escuela Militar, allanamientos de casas sin orden judicial, investigación contra sospechosos de haber dado fondos al levantamiento, y capturas de ciudadanos, abogados, un empresario y dueños de periódicos y periodistas.
Y lo peor: fusilados. Un consejo de guerra condenó a muerte a 10 oficiales alzados el 2 de abril, y en las dos semanas siguientes, a otros 24 oficiales y 10 civiles. Al final el conteo reflejó 44 sentencias de muerte –algunas en ausencia– y 14 ejecuciones: 13 militares y 1 civil.
Datos extraoficiales indican la posibilidad de unos 200 muertos, ejecuciones sumarias y condiciones inhumanas contra los prisioneros. El mismo Martínez estimó en su discurso de renuncia que hubo unos 100 fallecidos tras el alzamiento.
De esos 36 días históricos apenas hay registros en la prensa nacional. Dada la feroz respuesta represiva del régimen, que orilló a unos periodistas a ocultarse y a otros a pedir asilo en embajadas, el Diario Latino, La Prensa Gráfica y El Diario de Hoy pausaron su tiraje del 2 de abril al 9 de mayo, el día después de la abdicación pública.
Un movimiento memorable de la sociedad civil, impulsado por un sentimiento de unidad nacional que algunos participantes calificaron de “místico”, donde la única bandera era expulsar al dictador sin violencia, fue el gancho letal que tumbó a Martínez.
Una huelga general donde nadie salía de su casa a trabajar, paralizando la actividad productiva del país, fue la receta ideal contra un régimen que solo podía desarticular la protesta con las armas.
Si nadie salía, no había a quien disparar, y al mismo tiempo la economía se estancaba alarmantemente y piezas cruciales para el funcionamiento de un país, como los tribunales, hospitales, transporte, escuelas y gobierno, suspendían su operación.
La caída de Martínez comenzó a gestarse el 17 de abril por estudiantes de la facultad de Derecho de la Universidad de El Salvador, la casa de estudios a la que Martínez le quitó su autonomía con la Constitución de 1939.
Ese día, los alumnos de sexto año convocaron a una reunión de delegados de cada año de la carrera para discutir la posibilidad de una huelga universitaria.
Pese a que no llegaron a ningún acuerdo, convocaron a un próximo encuentro con representantes de todas las facultades, y al parecer enviaron delegados a ellas, según Parkman.
La idea cobró fuerza y se formó un comité central secreto de siete integrantes, según cuenta Turcios en Los años del general, el cual empezó a establecer contactos fuera de la universidad y dirigió el rumbo de la protesta en su etapa inicial.
El proceso avanzó hasta que la Asamblea General Universitaria votó a favor de la huelga el 24 de abril, en homenaje y protesta a las víctimas del 2 de abril.
Unos 40 representantes de varias facultades se reunieron ese mismo día o el siguiente y también se fueron a huelga, jurando no regresar al alma mater “hasta que la Patria recobrase las libertades conculcadas”.
En ese punto la huelga solo tenía alcance universitario. La idea de una huelga de brazos caídos a escala nacional surgió luego del 24 de abril en las sesiones del comité central, a iniciativa de Fabio Castillo Figueroa, estudiante de cuarto año de Medicina.
El comité estudiantil comunicó al embajador estadounidense las intenciones pacíficas de la revuelta y su pretensión de paralizar el país, y empezaron a aparecer volantes donde se dibujaba la estrategia del alumnado:
“Hagamos ver al tirano que entre el pueblo y él hay un gran abismo, hagámoslo sentirse solo y lo más aislado posible”.
La prensa extranjera informó que algunas acciones se lograron. Grupos de mujeres se postraron en los cines para impedir la entrada de gente, algunos dejaron de adquirir billetes de lotería y diarios oficialistas. Hubo un boicot a un concierto de una banda militar y unas cuantas renuncias de funcionarios gubernamentales.
El comité central centró su esfuerzo en hacer un paro general simultáneo en San Salvador para el 1 de mayo, pero luego lo postergó para el 5 de mayo, centrándose en el cierre de los bancos y la paralización del transporte, “el talón de Aquiles de la economía”, como decían.
En esos días circuló una cantidad enorme de volantes en la capital, que informaban del paro cívico y animaban a correr la voz, lo cual hicieron secretarias en sus oficinas y jóvenes de escuelas de secretariado.
“Cientos de panfletos caen como nieve cada noche sobre la ciudad”, dijo un periodista.
El movimiento creció. Los remanentes de organizaciones como Acción Democrática Salvadoreña y otros grupos opositores, discutían su aporte a la causa y asignaban tareas.
Se formó un comité económico a inicios de mayo, que incluía al presidente del Banco Hipotecario y un cafetalero santaneco ligado a uno de los bancos capitalinos, el cual logró recaudar sumas elevadas al fondo de la huelga, una proveniente, incluso, del prestigioso Club Salvadoreño.
Comités informales de recolección repartieron dinero recogido a obreros huelguistas. Cada estudiante organizado, según su carrera, intentaba convencer a los de su gremio de apoyar la causa.
“Los de medicina hablaban con los doctores, los de derecho con los abogados y empleados judiciales, los de ingeniería con los ingenieros y empleados del MOP, los de farmacia con empleados de droguerías. Otros comités se acercaron a empleados del comercio, trabajadores ferroviarios y empresarios palestinos”. Insurrección no violenta en El Salvador, Patricia Parkman.
Otros grupos que se formaban espontáneamente, integrados sobretodo por mujeres, hablaban con los dueños de almacenes para que cerraran sus negocios, al punto que algunos consideran que el movimiento, más que huelga general, fue paro empresarial.
No está claro, según Parkman, el nivel de participación de organizaciones obreras en la movilización, pero escaló al grado que un comité de huelga activo se formó en Santa Ana, y grupos llegaban desde Ahuachapán y San Miguel a consultar con los organizadores.
Se sumaron banqueros como Benjamín Bloom, que envió a un delegado a ofrecer a un dirigente del gremio de taxistas de sumarse al paro a cambio de un estipendio diario a los choferes que se unieran, lo que convenció a varios de no circular sus vehículos.
Zapateros, obreros textiles, obreros gráficos, panaderos, matarifes, empleados jóvenes del gobierno, escuelas secundarias y católicas, colegios privados y maestros se sumaban al movimiento, mientras las iglesias servían de centros de distribución de alimentos.
Internos del Hospital Rosales y del Bloom dejaron sus puestos, la mayoría de estudiantes de ingeniería empleados por el Ministerio de Fomento y otras dependencias gubernamentales renunciaron, y los estudiantes de derecho con casos en los juzgados de paz no asistieron a las audiencias.
Del 3 de mayo en adelante se sumaron empleados de cines, vendedoras del mercado, ingenieros y técnicos del Servicio Cooperativo Interamericano de Salubridad Pública, dentistas, abogados, jueces de paz, farmacéuticos, empleados bancarios, oficinistas de las empresas ferroviarias, de la compañía de alumbrado eléctrico, de Mejoramiento Social, de las cooperativas de crédito y cientos de empleados de gobierno.
El 5 de mayo, 60 doctores dejaron sus puestos en las instituciones públicas y cerraron sus clínicas privadas, y el departamento de sanidad fue la primera oficina gubernamental en declararse en huelga, al igual que los despachadores de trenes, estudiantes santanecos y migueleños y médicos santanecos.
Esa tarde, el presidente de la Asamblea Nacional y casi todo el Gabinete aconsejó a Martínez renunciar, pero se negó.
Y en la noche, mientras acusaba al paro cívico de ser una táctica nazi para infundir pánico, se dictaminó el Comité de Reconstrucción Nacional formado por un representante del gremio estudiantil, otro del médico, otro de los empleados del comercio, un abogado del Banco Hipotecario y un general de las Fuerzas Armadas.
El 6 de mayo el comité envió un manifiesto a la embajada estadounidense que subrayó que la resistencia pasiva continuaría hasta la renuncia del tirano, garantizando no represalias para él y sus partidarios pero instándole a abandonar el país.
Ese día se fueron a la huelga los empleados del Viceministerio de Fomento, empleados municipales y personal de varios ministerios, incluida la cancillería, y unos grupos no identificados en Sonsonate y Ahuachapán.
Los empleados municipales de Santa Ana se unieron el 7 de mayo, y al día siguiente, la mayoría de empresas en el departamento cerraron, al igual que todos los bancos en San Miguel. Los profesores de San Vicente se sumaron a la huelga ese día.
El 8 de mayo, en el Palacio Nacional, cinco empleados de la Corte de Cuentas renunciaron y los demás abandonaron sus oficinas; poco después todo el personal salió del edificio.
Los buses desaparecieron de las calles y un ferrocarril suspendió el servicio, tal como había hecho otro dos días antes. El Salvador productivo se esfumó, dejando al dictador, ahora sí, solo con su consciencia.
El 8 de mayo, en radio nacional, Martínez soltó su primera frase: “No creo en la historia”, y aludió a su retirada indirectamente: “Mañana ha de resolverse el problema del depósito de la Presidencia y ha de resolverse de conformidad con el concepto constitucional”.
Resignado, agradeció a amigos y enemigos, alegó no tener resentimientos ni odios con nadie y se despidió: “Os digo pues, adiós”. El 11 de mayo salió a Guatemala.
Los relatos del paro cívico dejan entrever que las sentencias a muerte y los fusilados del 2 de abril fueron el clamor principal de muchos huelguistas, aunque otros estaban motivados por la amenaza a la vida inminente de Arturo Romero, líder civil de la lucha antimartinista.
La historia apunta, según Parkman, a que la huelga nunca estuvo organizada de antemano, sino que surgió primero como huelga estudiantil y se propagó casi en efecto dominó a las demás esferas de la sociedad.
El fin del martinato representó una esperanza de transición democrática, encaminada al respeto a los derechos humanos y las libertades civiles, pero solo fue la antesala de otro periodo sombrío de dictaduras militares perpetuadas hasta 1979.
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