En estos días, he pensado mucho en mi padre. No sé si es por los acontecimientos en torno a las recientes elecciones o porque se acerca un aniversario más de su muerte. Pero muchos detalles de la última semana fueron un detonante para recordar momentos amarrados a los procesos electorales.
Mi padre murió en 2001, a los 96 años. Siempre vivió en el país. Vivió la mayor parte de su vida en Los Planes de Renderos, donde yo me crie y también viví muchísimos años. Por cuestiones de la división municipal de dicha zona, nosotros teníamos que arreglar nuestros asuntos en Panchimalco, que era la alcaldía a la que nos correspondía acudir.
La primera vez en mi vida que pude ir a votar fue después de los Acuerdos de Paz. Todavía escucho la voz de mi padre diciéndome que no fuera, que no perdiera el tiempo votando, pero yo insistí en ir. Me fui sola a Panchimalco, en bus. Quería votar, porque era la primera vez que las cosas se sentían diferentes. No era que quería votar por alguien en particular, pero el solo hecho de realizar un acto que en otros países es algo normal, me entusiasmaba. Estábamos estrenando una nueva institucionalidad. Todo parecía hacerse de manera cautelosa, para no equivocarnos de nuevo. O por lo menos, eso parecía. Estábamos aprendiendo nuevas formas de convivencia democrática que nos eran desconocidas a los salvadoreños.
Había ilusión de que las cosas iban a hacerse de manera correcta en nuestro país. Estaba claro que el proceso sería largo y complicado, pero teníamos muchas esperanzas. Eso nos hacía creer, ingenuamente quizás, que íbamos por buen camino.
Mi padre nunca votaba. No sé si lo hizo alguna vez en su vida y, si lo hizo antes de nacer yo, nunca supe por quién. Nunca manifestó ninguna simpatía por ningún candidato ni partido. Para él, todos los políticos eran ladrones. Todos menos Maximiliano Hernández Martínez. Él vivió el martinato y, pese a un evento horrible que le ocurrió a un familiar que se alzó en armas el 2 de abril de 1944, crecí escuchándole decir que Martínez era el mejor presidente que había tenido el país.
Decía lo que hemos oído siempre: que nadie robaba, que el colón valía, que había empleo, que se podía dejar la puerta de la casa abierta porque nadie entraría a hacer daño alguno. Aun así, ni esas supuestas bondades lograron hacerlo votar.
Cuando alguna vez le comenté a mi padre que estaba haciendo una investigación para escribir algo sobre aquel tiempo, él me dijo que no invirtiera esfuerzos escribiendo sobre "ese tal por cual" (refiriéndose a Martínez). Fue la única vez que le oí insultarlo. Concluí que le había quedado un resentimiento bien profundo por las experiencias que le tocó ver, oír y callar durante aquellos años. La gente vivía con mucho miedo. No meterse en nada era una forma de garantizar su seguridad y la de su familia.
En mi infancia y adolescencia, cada vez que había elecciones, mi padre tomaba previsiones. Llenaba de gasolina los tanques de los 3 carros que teníamos. Compraba provisiones de comida para varios días. Compraba gas por si había que encender los quinqués cuando se fuera la luz. Todo quedaba organizado para quedarnos atrincherados en casa.
Siempre ganaban los militares, amparados en la bandera del Partido de Conciliación Nacional. Casi siempre había problemas, protestas, reclamos, capturados, balaceras, exiliados y desaparecidos. Mi padre tenía un par de amigos militares que le advertían si era mejor que se quedara en casa porque iba a ocurrir algún movimiento de tropas o policía.
Los eventos electorales eran momentos de máxima tensión para el país y no una "fiesta cívica", como suelen decir aquellos que les gusta repetir lugares comunes. Ni cívicos y mucho menos de fiesta eran aquellos días. Esa era nuestra normalidad, aunque en aquellos tiempos, nadie se atrevía a llamarlo dictadura, so pena de pasar a convertirse en "sospechoso". La alternancia de generales en el poder (aunque siempre pertenecían al mismo partido político) hacía presumir que todo se hacía de manera constitucional, aunque tras bambalinas, siempre se manoseaban los resultados electorales.
Así era cada elección, hasta que llegamos al golpe de Estado del 15 de octubre de 1979, cuando se derrocó al general Carlos Humberto Romero. A partir de entonces, el país se descalabró.
No sé cómo estarán las cosas ni qué decisiones se habrán tomado sobre las elecciones cuando se publique esta columna. Pero las diferentes anormalidades ocurridas en el sistema de conteo del pasado 4 de febrero, más la manera en que las autoridades del Tribunal Supremo Electoral están reaccionando ante ello, no ha logrado más que sembrar desconfianza en dicha institución y en la legitimidad de los resultados, en particular, de la votación para las diputaciones en la Asamblea.
Los problemas presentados a la hora de mover las cajas con votos y el rompimiento de la cadena de custodia de las mismas recuerda demasiado al escenario descrito de los años setenta. Esta película ya la vimos varios e implica un retroceso, una vuelta a un pasado que ya creíamos superado.
Muchas veces me he preguntado qué diría mi padre, de estar vivo. Estoy segura de que diría lo mismo que decía entonces, que todos los políticos son ladrones y que votar es perder el tiempo.
Mucha gente dijo que estas elecciones eran cruciales para el país, sobre todo para lograr un equilibrio político en la Asamblea Legislativa. Tuvieron razón. Estas elecciones son cruciales, pero lo serán porque quedará claro que las reglas del juego volvieron a cambiar.
Me gustaría cerrar estas líneas con palabras de optimismo y esperanza, pero no las tengo. Podría repetir frases de cajón, pero serían frases vacías, sin convicción. Me siento triste y enojada, al mismo tiempo. Tengo incertidumbre en el corazón. Y me alarma sentir esta certeza: si no enmendamos el camino ahorita, vendrán años muy difíciles, con una repetición de dificultades que, por desgracia, ya vivimos.
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