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Lo que la política es versus lo que debiera

Sólo hay dos maneras de darle continuidad a un proyecto autoritario: teniendo éxito en llevar a una nación completa al progreso, equilibrando el ejercicio de la fuerza con el respeto a los derechos de la nación, o fracasando y aferrándose al poder cómo se pueda. En este segundo caso, el margen va desde el terrorismo y la represión, con tantos oprobiosos ejemplos en la América Latina del siglo pasado, al adoctrinamiento de una sociedad hasta modificar sus expectativas y conceptos, un objetivo que si bien suene sofisticado, se tradujo en la pesadilla de Vietnam, la Alemania nazi o la Cuba castrista.

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El primer país en el que ocurrió fue en la Francia revolucionaria: adoptó la democracia porque parecía el sistema de gobierno más completo para resolver los abrumadores males de la monarquía, entre ellos el de la desigualdad, pero también porque entre la burguesía se generalizó el conocimiento y admiración de unos principios abstractos generales. A la larga, lo que pasó fue que la política quedó dividida en dos esferas, una real en la cual se moverían los administradores del Estado con sus conflictos éticos, con sus debilidades, con sus conflictos de interés y sus tentaciones y apetitos ante el arca abierta, y otra esfera de naturaleza ética que deriva en el establecimiento de un mundo ideal, simple, uniforme y racional en el imaginario colectivo. Es lo que se conoce como una democracia de tipo racionalista.
Ciertos autores distinguen esas esferas llamándolas momentos, recreando el paréntesis ideal en el que los ciudadanos se juntan y deciden renunciar cada uno a sus derechos e intereses para privilegiar el bien común y construir un poder que defienda los derechos de cada uno. Según esos analistas, hay pues un momento ideológico y uno tecnológico, el primero es la teoría de la democracia y el otro,la tecnología de la democracia. Con el paso de los siglos, la gran abstracción de esos conceptos es creer que los ciudadanos comparten la misma teoría, la misma aspiración y la misma generosidad con los demás, en especial con las minorías derrotadas en los ejercicios eleccionarios.
Los regímenes populistas -los que se construyen desde la democracia, no a partir de golpes de estado ni de revoluciones- son exitosos cuando consiguen que la nación se escinda entre quienes admiran los atributos y distinciones de ese sistema de gobierno y quienes creyendo que al abjurar de ella la van a perfeccionar. Otra maniobra necesaria para esos fines es relativizar la importancia de los principios democráticos como si la tranquilidad, la cordialidad y la armonía social no fueran posible mientras haya siquiera una institución, un movimiento, una ciudadana o un ciudadano exigiendo transparencia, gobernanza, justicia y verdad. Aunque parezca un sinsentido, es una alteración de la lógica política más exitosa de lo que se quiere aceptar porque se le abona desde abajo, desde una infusión de ambigüedades, falsedades y desinformación, con una propaganda millonaria, repetitiva e icónicamente potente como herramienta. El efecto es destruir la noción ya no sólo de cómo funciona la democracia -en contextos autocráticos, simplemente no funciona- sino la noción de lo que es democracia, o a confundir ese sistema de gobierno con otros en los que el poder está concentrado en un solo grupo, con un sistema en el que no hay rendición de cuentas a los ciudadanos, con un sistema el que hay ciudadanos de primera, segunda y así hasta llegar a la última categoría de los "sin derechos" sólo porque cada cierto tiempo se da a la población la oportunidad de legitimarlo con rutina electoral.  
Sólo hay dos maneras de darle continuidad a un proyecto autoritario: teniendo éxito en llevar a una nación completa al progreso, equilibrando el ejercicio de la fuerza con el respeto a los derechos de la nación, o fracasando y aferrándose al poder cómo se pueda. En este segundo caso, el margen va desde el terrorismo y la represión, con tantos oprobiosos ejemplos en la América Latina del siglo pasado, al adoctrinamiento de una sociedad hasta modificar sus expectativas y conceptos, un objetivo que si bien suene sofisticado, se tradujo en la pesadilla de Vietnam, la Alemania nazi o la Cuba castrista.

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