Pero, como señaló Plutarco: “El desequilibrio entre los ricos y los pobres es la más antigua y la más fatal de las enfermedades de las Repúblicas”.
En El Salvador, la pobreza es el calor del mediodía que vuelve insoportables las láminas oxidadas que sirven de paredes; es el piso de tierra donde los niños juegan descalzos y que se transforma en lodazal cada vez que llueve; es el cansancio que agrieta los rostros de las madres y padres que luchan por llevar el sustento mínimo a sus hogares. La pobreza no necesita ser mencionada para ser omnipresente. Todos la conocen. Todos la ven. Y, para quienes la enfrentan, es una herida abierta en carne viva que duele todos los días.
Más de 1.9 millones de salvadoreños viven en pobreza. Decirlo es fácil, pero tras cada cifra se esconden incontables sueños rotos, futuros truncados y planes olvidados. Entre ellos, 600,000 la viven en su forma más extrema, una condición tan severa que no les permite costear ni los 22 productos de nuestra canasta básica, una lista ridículamente corta si se compara con los 61 productos de la canasta costarricense. Esta diferencia no solo es triste, sino también humillante.
En lugares como Ahuachapán, el 27.8% de las viviendas tienen pisos de tierra, y en Sonsonate, el 17% son de lámina. Estas viviendas no protegen contra el clima, no ofrecen seguridad y perpetúan un círculo vicioso de vulnerabilidad. En regiones como Usulután Norte, más del 60% de las familias vive en hacinamiento, y una de cada cinco viviendas carece de electricidad (Censo 2024). Entre 2019 y 2023, la pobreza general aumentó del 22.8% al 27.2%, mientras que la pobreza extrema se duplicó, pasando del 4.5% al 8.6% (EHPM, 2023). Estos números son una baldada de agua fría que debería hacernos despertar y estremecernos. Si no lo hacen, es porque estamos ciegos, de ojos y corazón.
El endeudamiento público debería ser una herramienta para combatir estas circunstancias tan deplorables, pero, en lugar de ello, las agrava. La deuda nacional alcanzó los $29,592 millones en 2023, un incremento del 16.73% en un solo año (BCR, 2023). A esto se suma la alarmante manipulación de los fondos de pensiones. Entre enero de 2023 y septiembre de 2024, se tomaron casi $2,000 millones de estos ahorros para cubrir gastos corrientes del gobierno, acumulando una deuda de más de $10,318 millones con los trabajadores hasta ese mes (ISP, 2024). En un país que envejece rápidamente, esta “costumbre” pone en peligro la estabilidad financiera de millones de cotizantes, allanando así el camino para muchas dificultades en un futuro no tan lejano.
Desde la antigüedad, muchas sociedades han aceptado la pobreza como algo inevitable, como si fuera una condena inherente a la condición humana. Pero, como señaló Plutarco: “El desequilibrio entre los ricos y los pobres es la más antigua y la más fatal de las enfermedades de las Repúblicas”. Y aunque nuestra república salvadoreña está gravemente enferma, no es incurable. La historia nos enseña que, cuando la voluntad y la capacidad se unen, ningún desafío es insuperable.
Necesitamos con urgencia verdaderos administradores públicos, hombres y mujeres capaces de mirar más allá de la inmediatez electoral para priorizar las necesidades reales de la población. Gobernar no significa buscar aplausos pasajeros con titulares rimbombantes. Gobernar es, en esencia, un acto moral, un compromiso con quienes contribuyen y confían en las instituciones públicas; es un ejercicio de responsabilidad que demanda solucionar los problemas de hoy, sin comprometer el mañana.
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