Si el fin último de los reformistas mexicanos es que la población decida sobre quiénes serán sus juzgadores, están evadiendo la realidad: la suya como la de la mayoría de democracias es una nación poco informada, maleable, movida a placer por los zares de la desinformación y las “fake news”.
Ayer, México dio un inédito y controversial paso: el saliente gobierno de López Obrador comenzó un proceso de enmienda constitucional que permitiría a partir del próximo año que los jueces sean electos por voto popular además que establecería un supra órgano que vigilaría las sentencias que dicten. Lo que está de fondo es el inveterado deseo de las facciones políticas de controlar a la justicia, de vulnerar la independencia de ese órgano y garantizarse una división de poderes que sólo funcione contra ciertos sectores.
El presidente saliente promete que con esa reforma y con la elección en las urnas de casi 7 mil jueces se acabará con la corrupción y la justicia será al fin “democratizada”. La lógica detrás de esa medida es una de las simplificaciones características no sólo del líder izquierdista sino de algunos movimientos populistas latinoamericanos: hacer más directa la democracia representativa, invitar a los ciudadanos a participar más con el añadido en el discurso mexicano de que esa es la única manera de terminar “con los privilegios del pasado”.
Por sí mismo el concepto es respetable pero llevado hasta este grado infantiloide, creyendo que las flaquezas e imperfecciones del sistema político se resuelven con más instancias en las cuales dar opinión y voto, se llega a la paradoja de que ya no es la democracia la que existe para servir al ciudadano sino el ciudadano el que vive para servir a la democracia –o en su defecto a quienes se lucran de la pretensión democrática.
Hay dos abstracciones muy peligrosas en toda esa historia, mismas de las cuales el resto de la región debe aprender. La primera es que al someter la designación de cada togado a la decisión de los votantes, se está aspirando a una democracia cuasi refrendaria porque aunque potencia la influencia de cada ciudadana y ciudadano, prescinde de la discusión o en el mejor de los casos la precariza y la politiza, sin duda lo peor que le puede pasar a la administración de justicia.
Si el fin último de los reformistas mexicanos es que la población decida sobre quiénes serán sus juzgadores, están evadiendo la realidad: la suya como la de la mayoría de democracias es una nación poco informada, maleable, movida a placer por los zares de la desinformación y las “fake news”. El voto por uno u otro candidato a juez o jueza será a la postre un voto ideologizado o ejercido desde el mayoritario desconocimiento.
Y entra ahí la segunda abstracción: México es el país más amenazado por el narcotráfico en todo el continente, la influencia política y el control de esa mafia en ese territorio es espeluznante. Al menos 36 aspirantes a ocupar cargos de elección popular y 14 familiares de candidatos fueron ejecutados durante la campaña 2024; las amenazas contra otros participantes para renunciar o someterse a los cárteles una vez ganada la elección fueron documentadas por diversos medios de comunicación y publicaciones de investigación. ¿Qué garantías hay de que al someter a votaciones a los jueces, los traficantes no repitan lo que hicieron en el reciente proceso electoral?
En ese escenario de debilidad institucional y ante unas fuerzas criminales tan poderosas, ofrecer al público un inédito grado de decisión sobre el órgano judicial equivale a arriesgar la integridad e independencia de los juzgadores desde su mismo nombramiento, porque las presiones sobre los votantes y la tentación de manosear el proceso aumentarán.
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