No es casualidad que a la vez que el tema del posible levantamiento a la veda minera en El Salvador cobra vuelo propagandístico, se abra una narrativa secundaria no menos relevante en la que se tilda de alarmistas y terroristas a quienes le recuerdan al país los riesgos y razones que convencieron a la bancada legislativa de hace década y media de prohibir esas prácticas a todos los efectos.
Se dice que el discurso público es esencialmente asimétrico, porque el que lo emite está investido de una autoridad y goza de un auditorio congregado las más de las veces para escucharlo ex profeso. Si a eso le agregamos los rasgos que hoy son inherentes a la propaganda y al uso de las redes sociales, el desequilibrio entre el emisor, por lo general un funcionario, y los receptores de esos mensajes es abrumador.
Lo primero es que el exordio, es decir el preámbulo a través del cual el teórico expositor de la cosa plantea el tema y hace un contexto del discurso se hace con días, semanas o hasta meses de anticipación; ya que el objetivo fundamental de esa etapa de la comunicación es captar el interés del auditorio, de la población, de la nación, y establecer un tono más racional o más emocional para luego exponer razones que correspondan con esa temperatura o cariz, debe reconocerse que por eso esta es una época de exitosa manipulación de la ciudadanía.
Es que si cuenta con unos mensajes ordenados de manera táctica, un burócrata avezado en el márketing político sabe con qué cadencia ir introduciendo la narrativa en la conversación cotidiana; si goza del control casi omnímodo de los canales de divulgación pública -entiéndase vocerías ministeriales, legislativas, partidarias, radios, periódicos y televisoras nacionales-, entonces puede hasta recrear debates sin profundidad, discusiones superficiales que sacien el primer nivel de curiosidad de los ciudadanos y dejen por sentada la sabiduría, el conocimiento técnico y el dominio de tal o cual personaje, agente del poder o funcionario.
Con la narrativa ya instalada, cualquier tema coyuntural sin importar si es en clave planificada o en clave reactiva puede ser abordado desde el ángulo oficialista. Sin importar si es bitcóin, militarización, suspensión de garantías constitucionales, reformas legales que lesionen derechos de colectivos, movimientos o profesiones o explotación de la minería, desde el poder se puede alegar que la democracia funciona y es tan vigorosa que hay conversación y discusión pública de los temas de interés. Es la última simplificación posible de la vida republicana: que los políticos pretendan que las opiniones discurren de modo igualitario cuando en realidad por lo que pujan es por imponer la suya y anular cualquier corriente de pensamiento autónomo y crítico a través de la persuasión, la disuasión o cualesquiera otros reflejos autoritarios.
No es casualidad que a la vez que el tema del posible levantamiento a la veda minera en El Salvador cobra vuelo propagandístico, se abra una narrativa secundaria no menos relevante en la que se tilda de alarmistas y terroristas a quienes le recuerdan al país los riesgos y razones que convencieron a la bancada legislativa de hace década y media de prohibir esas prácticas a todos los efectos. Es que en simultáneo a la construcción del discurso pro minero se requiere de un ariete contra las voces que de modo natural y lógico harán la contra a la narrativa oficial; ese es el modo en el que se actúa cuando se sabe que no hay modo de ganar la batalla dialéctica, que sólo se puede neutralizar un poco la impopularidad de la campaña en cuestión. E incluso en una situación así de desventajosa para el gobierno, este goza de la asimetría a partir de que tiene el micrófono más grande y la mayor cantidad de parlantes posibles.
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