Un turista no viene a nuestra región a admirar edificios y estructuras modernas de vidrio y metal porque ya las tiene en su propio país. Viene a ver lo autóctono, el color local, lo que hace único a otro país.
Hace unos días fuimos a cenar pupusas con un grupo de amigos. Uno de ellos vive en San Francisco y vino de visita, por lo que hicimos la salida obligatoria de la comida típica. Decidimos ir a un lugar en Antiguo Cuscatlán, cuyo principal atractivo eran las pupusas hechas en el tradicional comal de barro.
Una vez instalados en el negocio, descubrimos que había cambiado muchísimo. De hecho, ya no tiene el mismo nombre (suponemos que cambió de dueño). El local había sido renovado. Ya no tenía su decoración de mesas y sillas rústicas en madera. Un jardín precioso que tenían hacia el fondo fue sustituido por una nueva cocina y un área para incluir más sillas y mesas. Las pupuseras, que antes estaban a la entrada, están en el fondo y ahora utilizan planchas metálicas.
Un letrero en luces de neón y escrito en mal inglés hablaba de “pupas” y no de pupusas. El menú había transformado los nombres de platos tan comunes y corrientes en supuestos nombres ingeniosos, donde nos costó encontrar lo que queríamos comer. Por suerte, cuando pedimos pupusas revueltas o de frijol con queso, sin nombrarlas como las llamaban en el menú, el mesero nos comprendió de inmediato.
Aunque las pupusas siguen siendo excelentes y muy recomendables, el encanto que tenía el local anterior ha desaparecido. Nos dio tristeza ya no encontrar el jardincito, no sentir el olor del humo de la leña y no comer las pupusas elaboradas de manera tradicional, que implicaba un menor uso de grasa y que tenían una textura más densa y más satisfactoria como alimento.
El negocio anterior era un espacio acogedor al que daban ganas de regresar siempre, pero esta nueva versión nos hizo sentir extraños. Es demasiado evidente que los cambios de la nueva administración han sido hechos pensando en acomodar un mayor número de clientes. Hay mesas y sillas por doquier, en una serie de corredores y salones. Incluso hay un segundo piso. El ambiente es más frío y genérico. También es evidente que está muy orientado hacia los turistas extranjeros y a la explotación del mercado nostálgico, aunque los nombres de los platillos en el menú confunden dicha intención.
Quiero dejar en claro que no tengo nada en contra del negocio referido. Ni siquiera sabía que había ocurrido todo ese cambio. Como dije, las pupusas estaban muy buenas y los precios todavía son aceptables. Cada dueño de negocio puede decorarlo a su gusto y tiene, seguramente, una población meta hacia la cual dirigir su producto. Pero la experiencia me dejó pensando en el acelerado proceso de gentrificación que se está viviendo en numerosos lugares del país.
Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua (RAE), gentrificar significa: “renovar una zona urbana, generalmente popular o deteriorada, mediante un proceso que implica el desplazamiento de su población original por parte de otra de mayor poder adquisitivo”. Esta es una definición sencilla que puede ayudar a comprender muchas de las transformaciones que están pasando en El Salvador.
Este proceso de gentrificación es un fenómeno mundial y algo que estamos viviendo en varios puntos del país. El más significativo es el del centro de la capital. Dicha transformación ha implicado la destrucción de varios edificios históricos que eran patrimonio nacional. Hay que comprender que la destrucción física de la infraestructura arrastra consigo múltiples cambios, como la pérdida de las tradiciones y los puntos de referencia.
Buscar una transformación urbana en función de obtener mayores ganancias económicas pasa por sacrificar a los negocios ya establecidos y en apuntar a construir un atractivo visual para los visitantes extranjeros, que no solo incluye a personas de otros países sino también a los compatriotas emigrados. Estos, en muchos casos, suelen tener mayor capacidad económica que quienes sobrevivimos acá en el país.
Un turista común viaja para buscar lo más tradicional y auténtico de otras tierras. Sus alimentos típicos, sus ciudades, sus paisajes, sus golosinas callejeras, su historia reflejada en sus museos y sus presentaciones culturales. Un turista no viene a nuestra región a admirar edificios y estructuras modernas de vidrio y metal porque ya las tiene en su propio país. Viene a ver lo autóctono, el color local, lo que hace único a otro país.
Igual nuestros compatriotas. Quienes hemos tenido que vivir fuera durante años sabemos que lo primero que queremos al visitar el terruño es volver a lo nuestro, representado en la comida, en los lugares inalterados, en el pueblo, el paisaje, los dulces de las fiestas patronales, las tradiciones. Buscamos volver a los lugares y sabores que han alimentado nuestra nostalgia y que nos han mantenido con la ilusión del regreso a lo que consideramos lo nuestro. Ahí hay un sentido de identificación y pertenencia.
Pero al encontrar un lugar desconocido, con edificios diferentes, con nuestros puntos de referencia derribados y transformados en moles anti estéticas, donde encontrar el hilo entre nuestros recuerdos y nuestra salvadoreñidad es cada vez más difícil, se profundiza también un quiebre muy difícil de remediar. En esa grieta está parte del motivo por el cual muchos prefieren seguir viviendo fuera del país, aunque sufran la enfermedad crónica de la nostalgia.
Cuando le pregunté a mi amigo cómo se sentía al estar de vuelta, me contestó que se sentía extraño. Se sentía raro estando acá, pero al mismo tiempo, también se siente raro allá, el país donde ahora vive y donde se reconoce extranjero. “Es como que si ya no soy de ninguna parte”, me dijo.
Quizás es inevitable, para quienes viven fuera del país, tener esa sensación de no pertenencia en ningún lugar. Pero ciertamente, la decisión de explotar a nivel comercial el país como un destino turístico debería ir mejor enfocada hacia la preservación de lo que nos identifica y en brindar, tanto a extranjeros como a nuestros compatriotas emigrados, algo que no encontrarán en ninguna otra parte del mundo: la riqueza de nuestra auténtica salvadoreñidad, algo que va más allá de las pupusas.
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