La guerra contra las mujeres que nunca se contó
La historia de la guerra civil salvadoreña que contó la Comisión de la Verdad dejó afuera patrones de violencia que afectaron sólo a las mujeres. Denuncias inéditas enlistan 316 crímenes perpetrados por los bandos en conflicto que redimensionan la guerra que sufrieron ellas.
Cuando la noche llega a su casa, Teresa Parada ruega a Dios porque su cabeza no la lleve de vuelta a 1980, al inicio de la guerra civil salvadoreña. Invadida por la angustia, todas las noches, desde hace demasiadas noches, se toma algunas pastillas, cierra los ojos, e intenta olvidar aquella época en la que era una joven que huía en las “guindas” de la zona paracentral del país junto a su familia.
“Logré que el doctor me aumentara la dosis de pastillas. Si no me las tomo, no logro conciliar el sueño”, asegura Teresa, ahora de 71 años. Tenía 30 cuando huía de las masacres y los bombardeos ocurridos en el Llano de la Raya, en el cantón Santa Cruz Porrillo de San Vicente. Cargaba con ocho menores de 2 a 15 años, entre hijos propios y sobrinos huérfanos, mientras se refugiaba en campamentos clandestinos.
Antes de huir, los soldados mataron a su madre, Ángela del Rosario, y a su hermana, Cruz. Y ni a ella ni a sus hermanas les dio tiempo de enterrarlas. Teresa estaba marcada, y por eso huía. “Nos habían puesto el dedo, nos llegaban a buscar”, dice.
Una noche, un grupo de hombres armados tocó la puerta del refugio que había encontrado en el cantón San Benito de Tecoluca, ubicado a una veintena de kilómetros del que había sido su hogar. Eran paramilitares. Teresa los identifica como un ‘escuadrón de la muerte’. Los habían encontrado.
“Cállense, les decía yo (a mis hijos). Tratamos de ignorarlos, como que no era con nosotros. Gritaban y aporreaban la puerta. ‘Bueno, levántense tales por cuales’”, decían.
Cuatro décadas más tarde, Teresa lo cuenta con la voz entrecortada: prendieron fuego al pasillo y entraron por la fuerza. A su esposo lo amarraron y vapulearon. A ella la violaron. Sus cinco hijos, todos menores de edad, lo vieron todo.
“Se acuerdan de todo. A mí también me avergüenza”, dice Teresa con voz baja, antes de que un suspiro hondo la interrumpa. “Cuando me acuerdo es cabal como que acabara de ser... Me vine para acá, huyendo, y aquí me vino a pasar”, dice Teresa, mientras aplana la tela de su falda con una mano, y se limpia el rostro con la otra.
Ella nunca denunció lo que le ocurrió esa noche en 1982, semanas después de lo ocurrido en el Llano de la Raya. La masacre fue denunciada a la Comisión de la Verdad, pero no fue incluida en la historia oficial de la guerra. Por eso el relato de Teresa, 41 años después, es inédito. No lo había dicho antes por miedo, por pena, porque la violencia que sufrieron las mujeres durante la guerra ha sido vista al margen, una verdad incómoda de la que cuesta hablar y a la que el Estado ha prestado poca importancia.
La guerra contra las mujeres
En la guerra de los 12 años demasiadas mujeres fueron asesinadas, desaparecidas, violadas, vapuleadas, torturadas, violentadas por su condición de mujer.
Las estadísticas anexas del informe de la Comisión de la Verdad publicadas en 1993 dan cuenta de 450 casos denunciados de violación. Las denuncias inéditas a las que tuvieron acceso LA PRENSA GRÁFICA y Focos abarcan crímenes sufridos por 316 mujeres, y todos acompañados de amenazas, torturas y asesinatos. 34 de estos casos incluyen violaciones. Los casos hablan además de asesinatos por “celos” y de victimarios que disputaban el control de los territorios, incluido el cuerpo de ellas.
Como fue en toda la guerra, la mayoría de abusos fue responsabilidad de agentes del Estado. De estos 316 casos, 241 fueron cometidos por fuerzas estatales como el Ejército, la Guardia Nacional y la Policía de Hacienda. Otros 53 se atribuyen a grupos paramilitares, entre estos la Organización Democrática Nacionalista (ORDEN) y ‘escuadrones de la muerte’, siete a la guerrilla y 15 no fueron identificados.
Vulnerables contra la barbarie
El terreno donde posan los pies de Teresa es es el mismo en el que se refugió en sus años de juventud. Es grande, con muchos árboles y una manada de perros que la cuidan a su alrededor. Su casa está dividida en dos construcciones, entre el presente y el pasado, como si de su vida se tratara. El espacio actual es firme, fresco y amplio. El antiguo es frágil, oscuro, de adobe y con marcas de fuego a un costado. Marcas que parecen recientes, marcas de vida que a Teresa no la dejan dormir.
En esa pared miembros del escuadrón de la muerte quemaron unos “matates” y una silla para obligarla a salir de la casa junto a su esposo y sus cinco hijos. Esa noche recuerda que “la luna estaba como el sol”. No había oscuridad que tapara los ojos de su familia, quienes lograron escapar de donde los tenían amarrados y presenciaron cómo un extraño armado, custodiado por otros hombres también armados, la violaron.
La violación fue un patrón en el conflicto armado, pero este enfoque no tuvo protagonismo frente a los “casos emblemáticos” reportados en el informe de la Comisión. Expertos aseguran que al hacer un recuento de daños, los crímenes ocurridos a las mujeres y a los hombres eran diferentes. Adilia de las Mercedes, investigadora guatemalteca y docente experta en violencia sexual en conflictos, asegura que las mujeres quedaban doblemente expuestas a los bandos. “En cualquier conflicto, las mujeres son atacadas no solamente por las tropas consideradas enemigas, sino que en muchas ocasiones se refuerzan los ataques, y especialmente de violencia sexual, que ya existían dentro de la comunidad”, comenta.
Esa otra violencia también marcó a las comunidades. Medardo Mijango es un sobreviviente y uno de los denunciantes originales que narró a la Comisión de la Verdad la masacre perpetrada en Lomas de Angulo, Tecoluca, San Vicente, el 25 de julio de 1981. Mijango identificó 34 víctimas, entre ellas su padre y sus tíos. Él recuerda que mientras se escondía en una ermita, encontró el cuerpo de una joven de 16 años llamada María Julia Dimas.
“A ella la capturaron y violaron unos 70 soldados y luego asesinaron de un tiro en la cabeza” cuenta. Según la denuncia, los responsables formaban parte de la Quinta Brigada de Infantería. Ese día, el padre de Julia apareció muerto a pocos metros de donde fue asesinada su hija. Mijango, ahora de 65 años, confirma lo que dijo a la Comisión. Aprieta los ojos para afinar la memoria o contener las lágrimas. “Uno no queda bien después de presenciar estas cosas”, dice.
Julias hay más. En Morazán, la tortura y asesinato de Julia Granados Umaña resuena en las personas que habitaron lo que en la década de los 80 fue el caserío Barrios, del cantón nombre de Jesús en el municipio de El Divisadero. El lugar quedó desolado luego de una masacre ocurrida en la zona el 18 de abril de 1982.
Su primo, Maximino Benítez, contó que soldados del ejército la interceptaron en el río mientras lavaba ropa. Tenía siete meses de embarazo. Antes de que la masacre llegará al cantón, a ella la sacaron del agua y la llevaron hacia el cantón Santa Rosita, lugar donde guardaban los camiones que los transportaban.
En el camino, los soldados le permitieron comprar dos tortillas con cuajada en la casa de una vecina. En esa casa dejó la ropa que había lavado en el río. Esa tarde, Julia se fue con los soldados y ya no volvió. “Bajo ese palo de guanacaste fue donde a ella le empezaron a quitar los pechos, viva, óiganlo bien”, dijo Maximino señalando lo que ahora es un predio baldío.
A Julia también le sacaron al bebé que cargaba en su vientre. Luego la quemaron, junto a la basura que ahí se recolectaba. Ante la Comisión de la Verdad, un denunciante anónimo dijo que Julia había sido violada y asesinada, mientras estaba embarazada, junto a las mujeres del cantón. Tres de sus familiares, testigos del crimen, brindan detalles que confirman la fecha de la denuncia y redimensionan la crueldad y la saña detrás del asesinato.
Una guerra contada en género masculino
“Cuando llegan los Acuerdos de Paz, eso que conocemos por ‘paz’ generalmente es un acuerdo entre hombres que excluye completamente a las mujeres, no solo en términos formales, sino que también excluye los crímenes que se cometieron sobre los cuerpos de las mujeres”, explica la investigadora Adilia de las Mercedes.
Para decidir qué hechos analizaría en una guerra de 12 años con 75,000 muertes, Naciones Unidas facultó a la Comisión de la Verdad para “tomar en cuenta la singular importancia de cada hecho, las repercusiones que tuvieron y los desórdenes sociales que ocasionaron”.La violencia sexual no fue enumerada e identificada en casos específicos, y mucho menos se retrató como un patrón de violencia en los operativos militares o en los territorios dominados por los bandos en conflicto al que hubiera que ponerle atención.
Pero sí lo fue. La violencia sexual fue una constante en el conflicto armado en El Salvador: más que un hecho aislado, fue una “estrategia de terror y degradación”, asegura Celia Medrano, defensora de derechos humanos que participó en la compilación de 17,000 casos para presentarlos ante la Comisión de la Verdad.
Medrano pide considerar el valor histórico de la Comisión de la Verdad, una de las primeras en su tipo, pero señala que debería reeditarse “sobre la base de un enfoque de género”, un cambio de visión que se usó en el juicio de El Mozote, con informes que analizan la situación de las mujeres víctimas de agresión sexual en el marco de la masacre.
Paula Cuéllar, abogada constitucionalista que ha dedicado su vida a la investigación de la justicia transicional, es quizá quien más ha indagado sobre las exclusiones de casos de violencia sexual en el informe. A su juicio, fueron “invisibilizados”.
Cuéllar afirma que la violación como delito se menciona únicamente en dos ocasiones durante todo el informe: en el caso de la masacre del Junquillo (1981, en Morazán), pero de manera muy sucinta, sin que este sea el enfoque; y en el caso de las hermanas de la orden religiosa Maryknoll, violadas y asesinadas a finales de 1980 cerca de San Salvador. En este último, dice, "resulta sorprendente que en el Capítulo 3, donde se hace la Cronología de la Violencia, se habla de que las hermanas Maryknoll fueron violadas y asesinadas; pero en el Capítulo 4, cuando este se incluye como un caso paradigmático, se omite que fueron violadas".
Lo mismo sucede en el caso de El Mozote que recoge la Comisión. "Nunca se menciona la violación aunque existían denuncias como la de Rufina Amaya", dice, en alusión a la denuncia que desde 1982 hablaba de violaciones a mujeres, niñas y adolescentes. El informe también soslaya el tema en la tortura, violación y asesinato de la enfermera francesa Madeleine Lagadec, en 1989. "Se da a entender que había sido abusada sexualmente, pero no se menciona como tal", dice la experta.
Cuéllar sostiene que la violación se trató únicamente de forma "accesoria" en los anexos no publicados por la Comisión, que dibujan algunas cifras: un 27.5 % de las víctimas eran mujeres. Del total de denuncias, sin embargo, solo se reportaron 450 casos de violaciones. Esto es apenas el 2.2% del universo de denuncias recibidas, según explica.
Esta cifra tan baja, dice, hizo que las violaciones fueran consideradas "menores" en comparación a asesinatos, torturas y desapariciones forzadas. Como consecuencia, "hubo una normalización de estos delitos, que ocurrían antes de la guerra, pero definitivamente se exacerbaron de forma sistemática durante la misma".
En un primer momento, la Comisión atribuyó la falta de denuncias de violaciones al “pudor cultural que inhibe la denuncia de las violaciones sexuales ante las instituciones”; algo que, a juicio de Cuéllar, "responsabiliza a las víctimas por no haber querido denunciar", y libera de responsabilidad a las instancias de denuncia y al Estado mismo.
Patricia Tapattá Valdez, directora ejecutiva de la Comisión de la Verdad, dice que el enfoque de género “jamás” figuró dentro del mandato de la Comisión, porque “no existía en las ciencias sociales”. “Francamente no recuerdo que haya sido objeto de debate o que hayan quedado fuera de esta consideración. Las cosas se nombraban de otra manera entonces”.
Sin embargo, ella señala que entre las prioridades de los investigadores estuvo desarrollar una ficha que incluyera la posibilidad de denunciar violaciones sexuales y otros delitos nombrando directamente a los perpetradores, algo por lo que fueron duramente criticados por la Corte Suprema de Justicia de ese momento.
Violencia contra las ‘compañeras’
El acoso, las violaciones y las muertes violentas perseguían también a las mujeres organizadas. Dentro de la guerrilla también hubo abusos agravados contra las ‘compañeras’.
Así lo asegura Morena Herrera, ex integrante de la Resistencia Nacional y ahora una histórica líder feminista salvadoreña. “Es importante diferenciar en la violencia que sí fue ejercida por la Fuerza Armada y la violencia sexual como una práctica machista en los campamentos (guerrilleros) que, en teoría, estaba prohibida, pero era tolerada”, dice.
Según Herrera, la comandancia general emitió una norma a mediados de la guerra que sancionaba la violación con pena de muerte, pero esta no aplicaba si el abuso era ejercido por altos mandos. Herrera dice haber denunciado el acoso sufrido por una compañera sin obtener respuesta, hasta que este aumentó y se convirtió en un intento de violación.
Cuando ocurrió, la compañera cargaba un fusil con el que pudo haberse defendido, pero no lo utilizó. Tuvo miedo. “Me van a fusilar si le meto un balazo”, dijo a Herrera. La compañera nunca denunció el caso. “No era tanto por protegerlo a él, como sí una mezcla de ‘no me van a creer’, ‘no me siento con la fuerza para denunciar’ o ‘tengo miedo"', dice Herrera.
Finalizada la guerra, hubo quienes se atrevieron a denunciar de forma anónima estos casos ante la Comisión de la Verdad, con la esperanza de encontrar justicia para ellas o para otras víctimas.
Como el caso de una niña de 12 años de edad que vivía en el cantón La Chorrera de Santa Rosa de Lima, en La Unión. Según la denuncia, el 1 de junio de 1989, ella estaba en su hogar, junto a su familia, cuando alrededor de las ocho de la noche miembros del FMLN irrumpieron amarrando al padre y al primo en el suelo. “Después fueron al cuarto que la víctima compartía con su madre, a quien sacaron amenazándola con una pistola. La madre salió del cuarto mientras uno de los hechores entró y violó a la menor”, reza la denuncia.
O como el caso de Ana, una joven de 24 años que vivía en el municipio de Chilanga, en Morazán, quien fue secuestrada en 1983 por miembros del FMLN para hacer “una misioncita al norte”. Ana no pudo regresar a su hogar pero mantuvo contacto con su familia durante un año, hasta que fue asesinada en 1984 “en un ataque de celos” por un combatiente conocido como “Chello”. Una explicación del crimen que ahora se tipifica como ‘feminicidio’.
El drama de las madres supervivientes
La violencia y agresiones sufridas por las mujeres durante la guerra llevaban una carga adicional. “Las mujeres tuvieron roles de sanitarias, cuidadoras, combatientes y soporte emocional para compañeros y familiares. El cuidado de los hijos y los de otras mujeres que ya habían caído en combate les fue delegado, con lo cual la lucha por sobrevivir se volvió mucho más complicada”, dice Marcia Henríquez, una psicóloga especialista en temas de guerra. La historia de María da fe de eso.
María es la hermana mayor de Teresa, la mujer que toma pastillas para no recordar la guerra. En una guinda, María cargaba a Esmeralda, su hija recién nacida, cuando una explosión las lanzó al suelo. Con una herida en su espalda, paralizada del dolor y del miedo, fingió su muerte frente a los soldados. Como pudo cubrió con su cuerpo a Esmeralda y la amamantó para mantenerla tranquila entre los muertos. Horas más tarde, los soldados la encontraron y le arrebataron al bebé de sus brazos. María no pudo hacer nada más que mantenerse inmóvil, como muerta. Esmeralda fue a parar al vecino cantón El Porrillo: los soldados se la regalaron a una mujer que no podía tener hijos.
Un año entero pasó con Juana, su madre postiza, hasta que familiares de María le contaron dónde estaba, y bajó de las montañas para reclamarla. Esmeralda murió a los tres años de edad, y María aún no sabe por qué. “Algo le llegó, y se me murió chineadita, aquí en los brazos”, recuerda.
Amamantar para callar, para cuidar, para salvar. María Parada comparte historias con mujeres que no conoce, como Orbelina Figueroa, una madre que huía de la masacre de Lomas de Angulo junto a sus dos hijos.
Ese día, Orbelina perdió a su esposo y a sus tres hijos mayores. Recuerda que huyó y se quedó escondida en unos matorrales junto a un bebé en brazos y otro de cinco años al lado. Para calmar a su hija de apenas dos meses, la alimentaba con su pecho. El más grande le pedía agua, pero solo podía consolarlo: no quería darle el agua que se veía roja por la sangre de las víctimas. Desde su escondite, Orbelina y los niños escucharon los gritos de las mujeres que eran llevadas por los soldados hacia la ermita de la zona. Ahí donde abusaban sexualmente de ellas.
Las experiencias de María y Orbelina, escondidas mientras escuchaban la violencia, recuerdan a la de Rufina Amaya, internacionalmente reconocida por su denuncia y lucha de justicia en El Mozote, la masacre de la guerra en la que el Ejército asesinó a alrededor de 1,000 campesinos en el norte del departamento de Morazán.
Pero sobrevivir para contarla también dejó cicatrices. La psicóloga Marcia Henríquez, experta en trabajo con mujeres afectadas de la guerra, dice que entre las sobrevivientes de masacres y conflictos es frecuente encontrar trastornos de estrés post traumático, procesos de ansiedad y depresión. Según Henríquez, las mujeres normalizaron la pérdida, la tristeza y la soledad, a tal punto de vivir calvarios en silencio y por cuenta propia. La falta de conocimiento y de acceso a la salud también jugó un papel importante en estos casos debido a que muchas mujeres desconocieron tener una condición de salud mental y mucho menos que esta pudiera ser tratada.
A Santos del Carmen Benítez el Estado que le arrebató todo nunca llegó a ofrecerle ayuda para sobrellevar su carga. “No le ajusto a decir lo que he sufrido”, dice sentada en una hamaca, mientras mira al suelo.
A la casa de Santos, en Nombre de Jesús, El Divisadero, Morazán, se llega atravesando un camino de tierra rodeado de maleza, algunos árboles y cercos. Si hay vecinos, no se notan. En la calle, dos perros delgados duermen amontonados en la única y pequeña sombra que dan unas ramas casi desnudas. Cortos trozos de madera sostienen las yardas de plástico que impiden que la humedad derrumbe las frágiles paredes que ella llama hogar. No hay ventanas, solo dos puertas de madera, de las cuales solo abre una. El polvo en todos lados forma una delgada capa. Adentro hay una cama, una cocina, tres mesas y ollas clavadas en la pared. Al lado de la cama está colgada una foto. Es una imagen añeja pegada sobre un trozo de madera. Es su mayor tesoro. Es la foto de su bebé. El único recuerdo físico de Nelson Ovidio, su primogénito.
Ella tiene 64 años y su sufrimiento data desde el 18 de abril de 1982, cuando tenía 23. Aquella mañana, el ejército masacró a 65 personas en Nombre de Jesús. Entre las víctimas estaba Nelson. Es decir que ella ha sufrido por culpa de la guerra la mayor parte de su vida.
A las 6 de la mañana, Santos se despertó cuando escuchó la voz de su hijo. Nelson, de tres años, le pidió un café. Como no tenía agua potable en su vivienda, fue a traer al pozo más cercano. En el camino se detuvo a cortar mangos. Cuando llegó al pozo, lo limpió y acarreó el agua. Antes de finalizar, una ráfaga de balas sonó a lo lejos, en dirección a su casa.
Ella corrió, pero en casa no había nadie. En la angustia buscó por todos lados y mientras esperaba encontrar a su hijo detrás de un granero, una pregunta de una voz desconocida la distrajo. “¿Usted no estaba?,” preguntó un guerrillero. Santos negó y el guerrillero le dijo: “Mire, si quiere vaya a verlos en la finquita, ahí hay tendal. Niños hay bastantes”.
Ella gritó.
Tras la masacre, Santos huyó de Morazán y regresó aproximadamente un año después con una hija recién nacida, quien la acompañó en la tragedia dentro de su vientre. De regreso en su tierra, creció “un vacío” que se alimentaba cada vez que veía y escuchaba a su hijo. “En las noches no dormía. Lo miraba a él, parado al lado de la cama, él me hablaba. Cuando quedaba sola, peor me agarraban los nervios”, dice.
Santos ni siquiera se atreve a llamar a los soldados, a la guerrilla ni a las atrocidades que vio por su nombre. Para ella, si no lo menciona, el agujero en el pecho es más soportable. A finales del 2022 recibió atención psicológica por primera vez. Le diagnosticaron depresión, un cuadro que según expertos es parte de un estrés postraumático.
Santos extraña a su hijo. Demasiado. Y cree firmemente que su vida sería otra si él viviera. “Él era bien lindo para mí, Dios guarde. Cuando lo andaba chineando me acariciaba y me decía: ´mire mamá, cuando yo esté grande así voy a trabajar para comprarle café y dulce´”.
*Con reportes de Doris Rosales y Laura Flores
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