
Las historias que escucho sobre el nivel de vida grotesco y exhibicionista de la oligarquía madurista no tienen antecedentes ni en Venezuela ni en América Latina.
Antes de entrar a considerar si la decisión del presidente Donald Trump de suspender de modo indefinido los permisos contenidos en la Licencia 41 es positiva o negativa para la sociedad venezolana, estoy obligado a insistir en dos aspectos que, en el debate corriente sobre estas cuestiones, no se mencionan.
El primer asunto, sin duda ineludible, es la absoluta falta de transparencia de la dictadura de Maduro. Como he repetido una y otra vez, el nuestro es un país sin cifras. No hay modo de saber cuánto petróleo y derivados se producen, cuáles son los precios de venta y los descuentos que hacen a los amigos del régimen en otros países, cómo son los contratos firmados con los compradores —intermediarios, gobiernos o empresas refinadoras— y cuáles son los mecanismos de control establecidos. Tampoco es posible saber cuánto del petróleo que se produce está destinado a pagar deudas —es decir, que corresponde a petróleo que fue pagado por adelantado a precios irrisorios— ni mucho menos la cuantía de los ingresos que obtiene PDVSA y otros entes estatales por todos estos negociados que hacen.
Esa opacidad es un lineamiento que está en el núcleo del régimen. Con el paso del tiempo, ha ocurrido que cada vez son menos los funcionarios que conocen las realidades financieras del Estado venezolano. Seis o siete funcionarios en Petróleos de Venezuela, tres o cuatro en el Banco Central, dos o tres en el Ministerio del Poder Popular de Economía y Finanzas, y no muchos más. Algunos de estos funcionarios han sido amenazados. Están obligados a mantener en secreto información que tiene un carácter público y es de interés colectivo. Si alguno de ellos intentase viajar, por ejemplo, las alarmas se encenderían de inmediato. Están obligados a permanecer en el país, ellos y sus familias. Porque ese pequeño grupo de hombres y mujeres tiene la información que permitiría estimar con alguna proximidad el monto de lo robado, el tamaño de la corrupción.
La otra cuestión, que parece estar casi por completo fuera del radar de la opinión pública, es el costo financiero, operativo y reputacional que tiene para las empresas contratistas estos vaivenes que consisten en que un día de noviembre de 2022 se les haya autorizado a operar en Venezuela, y que 28 meses después se les prohíba, como si la actividad de producción petrolera fuese como un campamento scout que se instala y desinstala de un momento para otro. Solo quienes trabajan o han trabajado en campos petroleros entienden la complejidad, los riesgos, los costos y las consecuencias —incluso para los pozos petroleros— de parar de repente las labores extractivas. ¿Se ha preguntado alguien por el número de desempleados venezolanos que producirá la súbita cancelación de la Licencia 41 en las próximas semanas?
Para intervenir en el debate sobre si la medida de Trump es beneficiosa o lesiva para los venezolanos, hay que preguntarse qué pasó con la vida cotidiana de las familias venezolanas entre noviembre de 2022 —fecha en que el gobierno de Joe Biden anunció la Licencia 41— y febrero de 2025, cuando el nuevo gobierno de Estados Unidos declaró su intención de cancelar de inmediato el permiso.
Las estimaciones de expertos sostienen que las ventas produjeron entre 14 y 15 mil millones de dólares. ¿Qué destino tuvo ese enorme volumen de dinero?
Por ejemplo, ¿sirvió para reactivar el funcionamiento del aparato productivo y estimular la creación de empleo? ¿Para aumentar el salario mínimo y mejorar los ingresos de los millones de empleados públicos que hay en Venezuela? ¿Incrementaron el monto mensual que reciben los pensionados para sacarlos del pozo en que se encuentran hundidos? ¿Organizaron un gran programa de dotación de los hospitales y centros de atención primaria en todo el país? ¿Iniciaron un proyecto para mejorar el estado de las infraestructuras escolares en todo el país? ¿Hubo inversiones en las redes de agua potable o en las redes de suministro eléctrico, especialmente en aquellos estados en los que las fallas son constantes y abrumadoras? ¿Se ejecutó una acción para subsidiar el costo de algunos alimentos básicos, de modo que se redujeran con acciones concretas los indicadores de la desnutrición en todo el territorio?
¿En alguna parte del país hubo algún avance, alguna disminución de las penalidades del diario vivir? No, no lo hubo. Esto es lo esencial a debatir: que el ingreso de una cifra entre 14 y 15 mil millones de dólares no significó nada para la sociedad venezolana.
Quien siga la circulación de las notas de prensa que emiten las distintas instancias de la dictadura y quien converse con funcionarios de ministerios, gobernaciones, alcaldías y empresas del Estado puede hacerse una idea del uso que se dio a una parte significativa de ese dinero. Los años 2023 y 2024 fueron de adquisición de vehículos, sistemas de vigilancia, bonos para directivos de las distintas entidades, fiestas en apoyo al dictador, propaganda, camisas y gorras rojas, adquisición de armas y equipos antidisturbios, cámaras y equipos de telecomunicaciones, viajes, ayudas para los enchufados y otros gastos afines.
Las historias que escucho sobre el nivel de vida grotesco y exhibicionista de la oligarquía madurista no tienen antecedentes ni en Venezuela ni en América Latina. Las escenas de enormes casas donde se celebran fiestas alrededor de piscinas, que se prolongan por dos o tres días, a las que asisten los capitostes del régimen y decenas de señoritas contratadas para amenizarlas, guardan parte de la respuesta a la pregunta del destino de los ingresos petroleros. Muestran cómo la corrupción y el despilfarro están en la mentalidad que predomina en la dictadura sobre cómo usar los recursos de la nación. Y ratifican, tal como se ha dicho, que autorizaciones como la Licencia 41 solo contribuyeron a fortalecer a la dictadura y a su estructura represiva.
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