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El miedo a la verdad ha creado un ambiente donde muchos prefieren mirar hacia otro lado. Es más fácil aplaudir que preguntar, más seguro obedecer que cuestionar.
En El Salvador, el miedo a opinar no es un fenómeno nuevo ni exclusivo de nuestro tiempo, pero no por eso deja de ser preocupante. No es solo el temor a la censura oficial, sino algo más visceral: el miedo a disentir, a desafiar la narrativa dominante, a perder oportunidades por decir lo que se piensa. Es un miedo que se respira en el ambiente laboral, en las universidades, incluso dentro de los mismos partidos políticos y en la conversación casual.
Hay quienes aplauden por convicción, otros por conveniencia, algunos por supervivencia, y en muchos casos, simplemente por costumbre. Pero este miedo no es compatible con la democracia. Un ciudadano que calla por temor, no es un ciudadano en el sentido pleno de la palabra: es un súbdito.
Alexis de Tocqueville, en su célebre obra “La democracia en América”, advierte sobre un peligro inconfundible que acecha a las sociedades modernas: el despotismo democrático. A diferencia de las tiranías clásicas, donde el poder era ejercido de manera visible y brutal, el despotismo democrático se disfraza de estabilidad y orden. No necesita la represión violenta porque opera a través de la autocensura y el miedo a ser diferente, asfixiando cualquier pensamiento que desafíe la norma impuesta por “la mayoría”.
Tocqueville imaginaba un pueblo sumido en un profundo letargo, una sociedad de individuos preocupados solo por sus placeres inmediatos, indiferentes a los asuntos públicos. En este escenario, los ciudadanos renuncian a su capacidad de cuestionar porque sienten que no vale la pena, que no hace ninguna diferencia. Mientras tanto, el poder sigue concentrándose, moldeando la realidad a su antojo sin ninguna resistencia significativa.
Esta advertencia cobra una relevancia alarmante en El Salvador. Nuestra democracia, que en su momento se idealizó como un sistema de participación pluralista, se ha convertido en una estructura rígida donde el pensamiento crítico es percibido como una amenaza. La oposición no es debatida, sino ridiculizada. La discusión política ha sido sustituida por el culto a la unanimidad, donde las voces disidentes no solo son desacreditadas, sino deshumanizadas.
El miedo a la verdad ha creado un ambiente donde muchos prefieren mirar hacia otro lado. Es más fácil aplaudir que preguntar, más seguro obedecer que cuestionar. Pero una sociedad que deja de hablar es una sociedad condenada a la decadencia, porque cuando la crítica desaparece, los errores se multiplican.
En su análisis de la sociedad estadounidense, Tocqueville se maravilló con la capacidad de sus ciudadanos para organizarse de manera independiente, lejos del control de un gobierno central. Ese espíritu de asociación y participación era lo que marcaba la diferencia.
Para él, la democracia no podía sostenerse únicamente con elecciones, sino que dependía de una ciudadanía activa, comprometida con la vida pública, capaz de generar espacios donde se debatieran ideas, se resolvieran problemas y se ejerciera el derecho a disentir sin temor.
Para cultivar ese espíritu, El Salvador necesita ciudadanos que no solo se indignen en privado, sino que se expresen en público, promoviendo el debate respetuoso y fomentando el intercambio de ideas con argumentos sólidos. No se trata de oponerse por deporte ni de aplaudir por reflejo, sino de ejercer la ciudadanía con responsabilidad, con pensamiento crítico y con el compromiso de fortalecer la vida democrática del país.
No se debe confundir la sumisión con la estabilidad, ni la resignación con la paz. La democracia no se pierde en un solo día, sino en un proceso gradual donde cada silencio aceptado se convierte en un hábito y cada derecho cedido se vuelve irrecuperable.
Opinar no es sedición, es un deber; porque una sociedad que calla, tarde o temprano, deja de ser libre.
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