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El papá que trae la navidad

El resto como sea que nos sintamos, estemos o necesitemos, podremos tocar las puertas del cielo e invocar al Padre por excelencia, que siempre nos llamará hijitos, aunque seamos hijos pródigos que volvemos después de malgastarnos la herencia.  
 

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“Me encontré esta fotografía de mi papá, fue tomada en el momento más duro de su vida, estaba encarcelado y desde allí, sin que yo lo supiera, escribió cartas de esperanza y resiliencia”, desempolva un recuerdo el interlocutor deseoso de hablar.
 
Aquel hombre parecía un niño tratando de encontrarse y reconciliarse con un extraño pasado en la relación de papá e hijo; lo hacía sin rencores, perdonándose y perdonando lo que haya ocurrido entre ellos; lo cierto es que esa tarde me dejó pensando en que todos llevamos ese niño en lo más recóndito de nuestro subconsciente.
 
Con cierto aire de orgullo sano me describió a su papá: “No era un santo, pero tenía buen porte, buen gusto. Su forma de hablar y de escribir lo convertían en un poeta en ciernes. Era conocedor de los más grandes secretos de la vida y el mundo, de esos que no están en los libros, sino que hacen de los hombres como él, libros vivientes, ese era mí viejo”. El recuerdo viene con una lágrima apunto de lanzarse por las ventanas de sus ojos.
 
He tomado interés en su monólogo que relata con un poco de realismo mágico, de esos que  Gabriel García Márquez consignó en “Cien años de soledad”. “Conocí este hombre que está en la fotografía, cuando tenía seis años de edad, mi abuela materna tenía instrucciones claras de mi difunta madre, que cuando ese hombre supiera de su muerte era seguro que él se presentaría. Cumpliendo una sentencia de que no le estaba permitido verme hasta que ella muriera”.
 
“Fue mi abuela materna la que levantó  la prohibición; ya podía verme, sacarme a pasear, jugar conmigo y llamarme su hijo, y yo, decirle papá. Ese gusto duraría doce años, o sea que tuve mamá hasta los seis años y papá hasta los dieciocho”, recuerda sin tormento.
 
Una especie de inspiración lo envuelve. “Hoy lo traigo a la memoria en la suave brisa de octubre, que acaricia mis pensamientos, los envuelve y los lleva lejos, hacia un destino donde Jesús, al que también encontró después de mucho tiempo, lo esperaba una noche de octubre, fría y serena, como la paz que ahora acaricia mi quieto espíritu”. 
 
Sin formatos religiosos, me explica que la forma en que su papá se encontró con el Maestro de Galilea “fue una poesía y la manera de seguirlo fue como un libro que le falta a Biblia”. El interlocutor estrecha su mano, se despide y tira al aire una frase: “extraño mundo de papás”.
 
Por estos días cercanos a las fiestas de navidad y fin de año, muchas personas se alegran de llegar a la casa del pueblo para ver al viejo que las mandó a formarse a la ciudad a golpe de cuma y arado; otros se conformarán con una videollamada con el hombre de casa que fue empujado a marcharse del país, pero no se ha olvidado a los suyos; algunos esperarán un milagro para escuchar una o dos palabras de papá, llenas de alegría o reflexión como cuando no estaba postrado en una cama de hospital; o qué decir del dolor que aún es una espina en el corazón del que cerró los ojos de su héroe, entre muchos papás que traen las fiestas, héroes sin antifaz, sin capa, sin poderes especiales, sólo hombres aprendiendo a ser responsables del ser que engendraron o adoptaron.
 
Otros serán obligados ser papás por una resolución judicial, una demanda en la Procuraduría General de la República y no muy pocos ahogarán su dolor en una copa de vino, llorando la aquella vieja canción de Julio Jaramillo, Limosna de un hijo, con el estribillo “Madre en la puerta hay un hombre y pide un pedazo de pan, me dice que es mi padre”. Para algunos será tarde y otros podrían aún acariciar la oportunidad de volver, pero no tienen el valor.
 
Extraño mundo en el que otros tantos hombres seguirán doblando rodillas para recibir el milagro de un vástago de sus entrañas, que tarda en llegar; y otros buscarán a aquel niño que tiene ganas de decir papá a un desconocido que lo adoptará y lo llamará hijo del corazón, como José, el carpintero.
 
El resto como sea que nos sintamos, estemos o necesitemos, podremos tocar las puertas del cielo e invocar al Padre por excelencia, que siempre nos llamará hijitos, aunque seamos hijos pródigos que volvemos después de malgastarnos la herencia.  
 

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