Cuando cumplimos a cabalidad y a plenitud el mandato de nuestra fe, nosotros los cristianos, y muy en particular los católicos, vivimos a profundidad el vínculo que nos une al Niño Jesús, en las diversas dimensiones y direcciones de la existencia.
Mañana, domingo, inicia diciembre, con todos los simbolismos que eso trae consigo; y el primero de ellos es el simbolismo anunciado de la salvación. Esto surge del hecho de que la humildad es la fuente de todas las grandezas humanizadas, y que encarna en la noche del 24 de diciembre, al oírse el llanto natural de un recién nacido, y no en una cuna de sedas bordadas sino en un pesebre de ásperos zacates. Este acontecimiento vino a traerle al mundo una iluminación trascendental sin precedentes, que está cada día más vigente, porque eso es lo que la humanidad necesita hasta en los rincones más escondidos y distantes de la tierra. Y en las vísperas anuales de la fecha aludida, la cita con el destino parece florecer en cada conciencia que se acerca al milagro de la Navidad con ánimo de compartir los colores y las luces de tal milagro accesible para todos, siempre que nos dispongamos a recibirlo así.
Tradicionalmente, el clima de nuestra zona, y de nuestro país en especial, parece hecho para recibir estos días tan significativos y simbólicos con la ternura tiritante que trae consigo el anhelo de gozar la intimidad familiar y espiritual. Y aunque en los tiempos actuales el clima parece estar abierto a todas las novedades imaginables, por fortuna en nuestro medio no se dan, hasta la fecha, trastornos de agobiante desorden. Gocemos, pues, la Navidad como siempre, teniendo al Niño recién nacido como guía de la redención de todos. El aura de la Navidad trae consigo el aroma inconfundible del milagro. Y ese milagro es la vida humana, que orienta todas las verdades, todas las virtudes y todos los alientos vitales, en el más profundo y elevado sentido de tales funciones esenciales, por identificar y por realizar en persona y en comunidad.
Cuando cumplimos a cabalidad y a plenitud el mandato de nuestra fe, nosotros los cristianos, y muy en particular los católicos, vivimos a profundidad el vínculo que nos une al Niño Jesús, en las diversas dimensiones y direcciones de la existencia. Y siempre Junto al Niño está la Virgen María, madre del Niño, y en consecuencia Madre vigilante y orientadora de todos nosotros. Sentirlo así produce una fuerza espiritual y funcional incomparable, que es superior a cualquier avatar y a cualquier calamidad humana. ¡Y sentir que todo ese poder incomparable proviene de un ser recién nacido, que está con nosotros y junto a nosotros por propia voluntad y por propia confianza, es la máxima demostración de que este es el alero supremo de la Trascendencia!
Allá en los lejanos días de mi infancia, la Navidad que yo viví tenía un clarísimo efecto campesino, porque yo pasaba las vacaciones de fin de año en la finca apopeña donde vivía mi madre con su segundo esposo. Mi hermana Rose Marie hacía poco que había nacido, y ahora vive en Madison, Wisconsin, Estados Unidos. Aquellos diciembres eran siempre frescos y claros sin excepción, y en la noche de Navidad llegaban amigos invitados a saborear el pavo que mi madre religiosamente preparaba, al principio en la cocina de leña y luego en la estufa de gas. Han cambiado radicalmente los tiempos, pero la Navidad, en su esencia, sigue y seguirá siendo la misma.
Yo, en mi imaginación memoriosa, me siento íntimamente vinculado con todas esas imágenes, que se mueven cada vez que las invoco, haciéndome sentir que los afanes memoriosos no han cambiado ni cambiarán en el curso de lo que me toca por vivir. Dichas imágenes dejan siempre bajo el Árbol de Navidad sus conocidos presentes, que se abren el día 25. Se trata, pues, en todo sentido de un ceremonial marcado por la emoción del recuerdo que nunca se agota, y que, por el contrario, renace cada año por estas fechas, con la alegría serena que le caracteriza.
Los tiempos sin duda han venido cambiando, y hoy, debido a la acelerada evolución que se vive expansivamente, ese cambio ha ido adquiriendo un ritmo de alta intensidad, que parece capaz de revolucionarlo todo; pero en ningún momento perdamos de vista que la esencia del proceder humano sigue aquí, intacta y cambiante al mismo tiempo. En esta era virtual eso es lo esperable, y recibámoslo como un regalo que hay que ubicar de manera visible al pie del Árbol.
En otras palabras, hay que recibir creativamente lo nuevo sin dejar de lado lo que ya está aquí, y sobre todo cuando ha venido con vocación y con anhelo de quedarse de modo permanente. Todo esto hay que recibirlo y cultivarlo como ejercicio de vida, porque solo de esa manera es posible ir saliendo adelante con resultados positivos ahora y en todo momento. La Navidad es ejemplo vivificador de ello.
Acompañemos, pues, estas entrañables dinámicas propias del final del año. Desde el pesebre de Belén, el Niño observa todo lo que ocurre a su alrededor, ahora y siempre, para que ningún detalle quede perdido a la intemperie. Llegará la medianoche del 24 de diciembre, y todas las luces del universo parpadearán ilusionadas.
Desde la mesa de trabajo donde escribo estas líneas puedo observar todos los giros de ese universo que se abre adentro y afuera. Y esto ocurre cada diciembre, como alada reiteración de que el Señor está aquí, recién nacido y eterno.
En el jardín aledaño, los árboles y las flores tiemblan de dicha y de ensueño porque esta es su fiesta mayor. ¡El Niño ha nacido y nunca morirá, aleluya!
¡Celebrémoslo cerrando los ojos y dejando que el sol entre en nuestro recinto anímico!
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