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En democracia se discute, no se dicta ni vitupera

Este caso, el de la presumible conversión de este gobierno hacia la minería y el modo en que consultará -o no- a los potenciales afectados, entiéndase millones de salvadoreñas y salvadoreños, ilustrará para el mundo la diferencia entre lo que debería ser un sistema democrático vigoroso y lo que es una simulación no por ruidosa satisfactoria.

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La postración del primer órgano del Estado, la atrofia de su rol constitucional es tal que no importarán los argumentos brindados por el presidente de la República, si son sólidos o son fútiles, ni tampoco que la eventual propuesta para legalizar la minería metálica en El Salvador cuente con pobres o sesudos análisis técnicos: se entiende que si el Ejecutivo plantea un camino, los diputados oficialistas procederán de modo expedito, o recrearán en todo caso una discusión que le dé alguna apariencia democrática y apariencia procedimental a lo que es un mero trámite.
Que El Salvador se convirtiera hace siete años en el primer país del mundo en prohibir todo tipo de minería de oro y otros metales respondió a la voluntad política de todas las fracciones de aquella legislatura, que actuaron en consecuencia al estatus nacional de segundo país con mayor degradación ambiental del continente según las Naciones Unidas. Ante los riesgos inherentes a la mayoría de los métodos mineros, especialmente graves en un territorio densamente poblado como este, había poco margen; otros estados con una institucionalidad más robusta y mecanismos de control más fiables han prohibido o el uso de cianuro para extraer oro - Alemania, República Checa, Hungría, por ejemplo- o la minería a cielo abierto como en Costa Rica. En el caso nacional, se entendió entonces que la prohibición total era el único curso viable ante la convención de que la víctima primera y principal de la minería es el agua.
Hace un año, en Panamá, la concesión de una licencia de 20 años prorrogables a una minera canadiense fue el detonante de masivas protestas; organizaciones civiles denunciaron que el acuerdo era corrupto, leonino a favor de la minera y perjudicial para el medio ambiente. La ciudadanía fue tan clara en su oposición que obligó a los políticos a declarar una moratoria por tiempo indefinido en todo el país a la exploración, extracción y explotación de minerales básicos, ferrosos, preciosos y radioactivos.
En Honduras y Guatemala hay continuas protestas por las concesiones de parte de organizaciones ambientalistas y colectivos de pobladores afectados por la contaminación hídrica. En un escenario de régimen de excepción, restricciones constitucionales y ante un gobierno que recurrió a su poder punitivo más veces de las que lo ha realmente necesitado, ¿qué posibilidades reales hay para que la sociedad civil exprese sus ideas y temores al respecto, pueda realizar las preguntas de rigor y pedir cuentas acerca de estas ideas de la cúpula política? La respuesta es retórica a menos que se genera una verdadera conciencia sobre los peligros que esa visión guarda contra la nación, pero eso requiere de un esfuerzo educativo ingente que se sobreponga a la inminente ola propagandística, tal cual ocurrió en su momento con la Ley Bitcóin.  
La democracia solo funciona con los suficientes pesos y contrapesos, tanto al interior del Estado como en el intercambio político y social; si ese andamiaje es quebrado, si queda roto, entonces lo que hay son pedazos de democracia que funcionan en algunas instancias, a favor de solo algunas personas o grupos. Este caso, el de la presumible conversión de este gobierno hacia la minería y el modo en que consultará -o no- a los potenciales afectados, entiéndase millones de salvadoreñas y salvadoreños, ilustrará para el mundo la diferencia entre lo que debería ser un sistema democrático vigoroso y lo que es una simulación no por ruidosa satisfactoria.
 

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