Decir que esas veleidades suelen ser políticas es una redundancia; esa fue otro de los legados de la pandemia de 2020, el testimonio de cómo la fijación de algunos gobiernos con la popularidad, con las buenas noticias aun a costa de la realidad, con el control de la comunicación bajo el argumento de combatir el pánico les restaron efectividad a las disposiciones sanitarias y en muchos casos ralentizaron la respuesta, con resultados fatales.
Una de las lecciones que la pandemia le dio a la comunidad internacional es la de reconocer lo hiperconectado que está el mundo y las consecuencias que eso supone ante una crisis de salud. Una de las conclusiones es que la velocidad de propagación de las enfermedades contagiosas en el siglo XXI es inédita y no se le pueden aplicar los estándares de hace siquiera cincuenta años; la otra es que se requiere de una operación coordinada no sólo del sistema sanitario sino de los gobiernos de todo el orbe.
Afortunadamente, aunque la nueva cepa de la viruela del mono representa una amenaza que no debe ser vista con relajación, es una enfermedad mucho menos grave y contagiosa que la viruela, con una mortalidad menor al uno por ciento. Tanto su manifestación en el modo de una erupción dolorosa, ganglios linfáticos agrandados y fiebre como que su contacto sea imposible sin contacto directo con fluidos corporales, lesiones o materiales contaminados, facilita la vigilancia epidemiológica según sostienen los expertos. Además, a diferencia de cuando apareció el covid-19, hay un conocimiento previo de la enfermedad, también vacuna y tratamientos antivirales.
Los especialistas concluyen que el actual brote de la viruela del mono se debe a que en su momento no recibió la atención que se merecía, en particular en África, donde se originó, y de ahí los dos brotes registrados en apenas tres años. Para no incurrir en ese mismo error es que la Organización Mundial de la Salud decidió declarar emergencia sanitaria internacional, una medida que si bien no supone ninguna obligación para los países, facilita que aquellos países que necesiten comprar vacunas y prepararse ante la consideración de su propia vulnerabilidad vean facilitada su coordinación, enfrentando menos tramitología.
El otro lado de esa cooperación con la institucionalidad de salud del mundo es que cada gobierno debe comprometerse con los principios de máxima gobernanza en la materia, en especial manejando la información de modo transparente, en el tiempo oportuno y sin contaminar con veleidades domésticas lo que debe ser un protocolo disciplinado y una actuación lúcida ante las posibles alertas. Decir que esas veleidades suelen ser políticas es una redundancia; esa fue otro de los legados de la pandemia de 2020, el testimonio de cómo la fijación de algunos gobiernos con la popularidad, con las buenas noticias aun a costa de la realidad, con el control de la comunicación bajo el argumento de combatir el pánico les restaron efectividad a las disposiciones sanitarias y en muchos casos ralentizaron la respuesta, con resultados fatales. Hay suficiente documentación periodística y científica sobre cómo muchos regímenes alrededor del mundo maquillaron sus cifras de contagios y muerte por covid tanto en el momento más álgido como meses después, para sostener narrativas que nada tienen que ver con la salud pública.
Así como el tiempo arroja cada vez más luz sobre la eficacia de algunas de las vacunas, los contraefectos de esos medicamentos en ciertos sectores etarios y de alto riesgo y el verdadero alcance de la mortalidad por covid, los nuevos retos profundizan la importancia de esa conciencia, la de que quienes administran fondos públicos en el sistema sanitario no sólo le deben ética y compromiso a sus conciudadanos sino a la comunidad internacional.
Mensaje de response para boletines
Comentarios