
La presidenta llegó a decir que el ministerio público urde un golpe de Estado contra ella, con la colaboración de los medios de comunicación y del periodismo. No son acusaciones menores en un país en el que el oficialismo ha sido proclive a endurecer las ya existentes penas por difamación y a limitar la difusión de la información de interés público. Si la administración de justicia no mantuviera su autonomía en este escenario, sería un escenario abiertamente hostil, un sitio imposible para el ejercicio del periodismo.
El Perú es un hervidero político desde hace meses, en la ruta hacia las elecciones del próximo año; una tras otra, las crisis de gobernabilidad y legitimidad se suceden sin que esa nación encuentre el liderazgo, el rumbo y la reconciliación. Cada uno de los sectores protagónicos de esa convulsión cuenta una historia distinta y encuentra diferentes culpables pero todas las versiones coinciden en que la política en su conjunto ha perdido credibilidad.
En esa pérdida del crédito mucho tuvieron que ver importantes revelaciones periodísticas sobre corrupción, tráfico de influencias e infiltración del crimen organizado en algunas de las más altas esferas del poder. Los más recientes hallazgos datan del año pasado, cuando se reveló una presunta trama de corrupción por enriquecimiento ilícito que involucra directamente a la presidenta Dina Boluarte.
Parapetada detrás de un amplio sector del congreso, la mandataria y el pacto que firmó con el parlamento, al que consiente desde entonces con diversas medidas y prebendas, se convirtió desde entonces en una de las principales fuentes de controversia nacionales. Y grave factor en la ecuación es la retórica cada vez más hostil del Ejecutivo y del Legislativo contra la independencia del poder judicial. La presidenta llegó a decir que el ministerio público urde un golpe de Estado contra ella, con la colaboración de los medios de comunicación y del periodismo. No son acusaciones menores en un país en el que el oficialismo ha sido proclive a endurecer las ya existentes penas por difamación y a limitar la difusión de la información de interés público. Si la administración de justicia no mantuviera su autonomía en este escenario, sería un escenario abiertamente hostil, un sitio imposible para el ejercicio del periodismo.
Los informadores ya tienen suficiente peso sobre sus espaldas: narcotráfico, minería ilegal y otras actividades criminales ejercen presión sobre los medios de comunicación independientes, especialmente en la Amazonía. El Índice Chapultepec de la Sociedad Interamericana de Prensa confirma el retroceso en Perú, que cayó del puesto 12 al 16 en el ranking de 22 países, ingresando en la categoría de “alta restricción”. Como ya lo indicó su presidente, José Roberto Dutriz, la degradación política afecta directamente la libertad de prensa y la democracia en Perú.
Es la misma estrategia que se siguió en Nicaragua, Venezuela y que se cocina a fuego de regular cocción en otros países latinoamericanos: intimidar a los periodistas, mantener bajo la zozobra a los medios de comunicación y conminar a los investigadores a limitarse, a autocensurarse y a resignarse, so pena de sufrir todo el peso de la institucionalidad, cooptada por las facciones que son dueñas de la política y mantienen relaciones clientelares con importantes burócratas.
Estos métodos y su repetición en diversos países no es casualidad: el populismo arrecia y se enfoca contra la transparencia para que los intereses que se mueven alrededor de la política regional, incluidos algunos de naturaleza delictiva, se hagan con el poder y saboteen el estado de derecho con impunidad. Es pues un efecto del diseño de estas operaciones, no se trata de una conjura internacional contra esa profesión sino de uno de las medidas derivadas automáticamente de ese manual.
La tragedia de la coyuntura consiste en que desde Canadá hasta el sur del hemisferio, la población que debería defender la democracia, el orden jurídico y al periodismo como uno de los principales garantes de la transparencia en la administración de los recursos estatales es o apática a reconocer y defender aquello de lo que goza, o no entiende que la fiscalización de quienes gobiernan no puede reducirse a los mismos instrumentos públicos ideados al respecto, o está tan entretenida con el cotilleo político que no entiende ni desea comprender la política.
Las juveniles democracias latinoamericanas no duraron lo suficiente como para alimentar con suficiente convicción a las generaciones que hoy deberían defenderla en lugar de dejarlas languidecer.
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