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El oro envenenado

A fin de cuentas, cualquier oro extraído no quedará aquí; será llevado lejos, convertido en lujos ajenos. Mientras tanto, quienes sufran su extracción solo heredarán ríos muertos y suelos envenenados.

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Uno de los rasgos más característicos de nuestro pueblo es su capacidad de olvidar. Tal vez sea un mecanismo colectivo de defensa, una forma de seguir adelante sin cargar con el peso de los traumas del pasado. Pero el olvido no solo borra las heridas, también puede borrar las lecciones.

Hace unos años, El Salvador logró una victoria que ningún otro país había alcanzado: la prohibición total de la minería metálica. No fue un capricho ni una medida improvisada, sino el fruto de una lucha colectiva, una batalla librada desde los rincones más olvidados del país, desde las comunidades que entendieron que la riqueza no puede edificarse sobre la miseria de su gente. Fue una victoria democrática en la que padres y madres de familia, estudiantes, obreros, campesinos, pescadores, académicos, políticos y empresarios responsables coincidieron en una verdad irrefutable: la minería no es viable en El Salvador.

Pero aquí estamos otra vez. La amenaza regresa con nuevos discursos, envuelta en promesas recicladas y endulzada con una narrativa que insiste en que ahora será diferente. Se habla de "minería verde", de desarrollo sostenible, de oportunidades de empleo. Se dice que esta minería no contaminará, que traerá progreso, que impulsará la economía y muchas otras maravillas.

Pero, si la minería fuera sinónimo de desarrollo, las regiones mineras del mundo serían las más prósperas. En cambio, tanto en África como en América Latina, lo que encontramos son comunidades empobrecidas, ríos envenenados y tierras que ya no pueden dar frutos. En La Unión, el río San Sebastián es prueba de ello: un río muerto, contaminado hasta el punto que no sirve ni siquiera para lavar la ropa.

Quienes tratan de imponer la minería no beberán el agua que contaminen ni vivirán en los pueblos que destruyan. No sufrirán las consecuencias. No verán enfermar a sus hijos, ni morir su ganado, ni secarse sus cultivos. No serán ellos quienes pierdan su hogar cuando sus tierras sean declaradas parte de la concesión minera. La contaminación y el despojo siempre tienen un mismo destinatario: los de abajo. Y, sin embargo, es a ellos a quienes hoy se les pide que acepten la minería como si fuera un salvavidas y no el ancla que los hundirá aún más en la miseria.

Mientras tanto, los que se atreven a hablar son perseguidos: Líderes comunitarios encarcelados, organizaciones difamadas, voces silenciadas bajo la sombra de la intimidación. La criminalización de la lucha ambiental no es una coincidencia, es una estrategia diseñada para infundir miedo y desarticular toda oposición.

Pero hay algo que este intento de reactivar la minería no supo prever: la conciencia que despertó en la gente. La resistencia ya no es el eco aislado de unos cuantos activistas, sino la voz de comunidades enteras que se niegan a aceptar un retroceso al pasado. Es la Iglesia, que desde los púlpitos y las calles defiende la dignidad humana; es la alerta de los médicos, que advierten sobre los efectos devastadores en la salud; la preocupación de los agricultores, que ven amenazado su presente y su futuro; y la determinación de ciudadanos comunes que, sin más interés que la vida misma, comprenden que envenenar la tierra no es progreso, sino condena.

A fin de cuentas, cualquier oro extraído no quedará aquí; será llevado lejos, convertido en lujos ajenos. Mientras tanto, quienes sufran su extracción solo heredarán ríos muertos y suelos envenenados.

Por primera vez en mucho tiempo, los salvadoreños estamos del mismo lado. No hay banderas políticas en esta lucha, no hay derecha ni izquierda cuando el daño nos alcanzará a todos. Sin importar de dónde venimos o a dónde vamos, coincidimos en algo: el agua es vida, la minería es muerte.

El Salvador ya decidió una vez. Pero una decisión olvidada es una victoria deshecha. No permitamos que el olvido nos arrebate lo conquistado.
 

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