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Dice el líder religioso que la maduración de la política de ordenamiento migratorio estadounidense "no puede construirse a través del privilegio de unos y el sacrificio de otros", pero ese es precisamente el nódulo de la visión trumpista, que una vez superadas las fronteras norte y en especial sur, no todas las personas valen lo mismo, que algunas son de segunda o tercera categoría y no merecen el debido proceso ni la posibilidad de defenderse, de justificar una petición de asilo o de aceptar si se les devuelve a su país de origen o se les deporta a un tercero.
En una correspondencia a los obispos de los Estados Unidos de América, el papa Francisco compartió unas palabras que parecen de otro tiempo, no de estos en los que la política doméstica en buena parte del continente empuja en otra dirección: "Un auténtico estado de derecho se verifica precisamente en el trato digno que merecen todas las personas, en especial, los más pobres y marginados".
La del pontífice es la primera voz que se planta ante el silencio y ante la filípica de Donald Trump contra los inmigrantes, pero aunque los conceptos del jerarca católico son a propósito de las deportaciones masivas y lo que hacen contra las comunidades ilegales en Norteamérica, igual sirven como una reflexión acerca de lo que pasa en decenas de países en los que, sucesivamente, la crisis de salud debida al COVID-19 y luego la de seguridad pública por la operación de mafias, delincuencia común o crimen organizado fueron un disparador para la criminalización de la pobreza y el desconocimiento de los derechos de cinturones poblacionales enteros.
Dice el líder religioso que la maduración de la política de ordenamiento migratorio estadounidense "no puede construirse a través del privilegio de unos y el sacrificio de otros", pero ese es precisamente el nódulo de la visión trumpista: que, una vez superadas las fronteras norte y en especial sur, no todas las personas valen lo mismo, que algunas son de segunda o tercera categoría y no merecen el debido proceso ni la posibilidad de defenderse, de justificar una petición de asilo o de aceptar si se les devuelve a su país de origen o se les deporta a un tercero. La del privilegio de una élite a costa de la negación de sus derechos y dignidad a otros es, además, el corazón de la filosofía populista, que comienza satanizando a la oligarquía, a la partidocracia y a los poderes tradicionales, pero que con el paso del tiempo, a menos que encuentre a un enemigo interno o externo real, comenzará a inventarse nuevas amenazas contra las cuales desplegar el monopolio de la violencia, la intimidación y el hostigamiento.
Por eso son tan interesantes las ideas del jerarca, porque no solo disecan lo que ocurre en Norteamérica por estos días, sino que aplican a las decenas de proyectos autoritarios en boga en el subcontinente. "Lo que se construye a base de fuerza, y no a partir de la verdad sobre la igual dignidad de todo ser humano, mal comienza y mal terminará", sostiene en su epístola a los obispos estadounidenses, pero igual le pudo dedicar estas líneas a todos los gobernantes y naciones que se fían de la paz, la seguridad y los equilibrios alcanzados a costillas de la marginación, la exclusión y la injusticia. ¿Cómo, sino mal, pueden acabar aquellos pueblos que dejan abandonados a su suerte a los más vulnerables, que, lejos de aliviar la fragilidad y desprotección de los desfavorecidos, se aprovechan de ella o creen válido ignorarla? Mal va un país que se empeña en discriminar incluso en una coyuntura en la que los que corren riesgo no son los derechos de un grupo, sino los de todos.
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