
La conversión a la que nos invita la Cuaresma debe tocar a toda la persona y dura lo que dure la vida; la conversión es un proceso que se debe asumir para toda la vida.
Un año más iniciamos el tiempo fuerte de la Cuaresma. Un tiempo de gracia que el Señor nos concede para una profunda transformación interior y exterior en todo lo que se refiere a los sentimientos y comportamientos. Es un tiempo adecuado que nos invita, en definitiva, a la conversión, a asimilar los sentimientos de Cristo (como nos dice San Pablo en Filipenses), de tal modo que podamos convertirnos en “hermenéutica” (interpretación) del Evangelio de Jesucristo.
Pero preguntémonos: ¿Qué implica la conversión a la que nos invita Jesús, particularmente en este tiempo de Cuaresma? La conversión es, ante todo, un éxodo interior y exterior que comporta una transformación del corazón, de la mente y de las actitudes-comportamientos.
Cambio del corazón. Pasar de un corazón de piedra —un corazón insensible a la llamada del Señor y a los gritos que nos llegan de los demás— a un corazón de carne: un corazón vuelto hacia el Señor, para hacer su voluntad, y hacia los otros, para ser solidarios con ellos. Es por ello que una primera pregunta que nos hemos de hacer es: ¿Hacia dónde está orientado nuestro corazón?
Cambio de mente. “Vosotros pensáis como los hombres y no como Dios” (como dice San Mateo). La Cuaresma nos pide pasar de una mentalidad dominada por la mundanidad, centrada en nosotros mismos, a una mentalidad abierta al modo de ver, juzgar y actuar de Dios. Un Dios que se revela como el Dios de la historia: “Yo soy el que soy”, “Yo soy el que actúa”, “Yo soy el que escucha el grito de los pobres” (según dice el Éxodo).
Cambio de actitudes y comportamientos. “Por sus frutos lo conoceréis” (como dice San Mateo). El cambio de actitudes y comportamientos es la consecuencia del cambio del corazón y de la mente: “Un árbol bueno no puede dar frutos malos” (según dice San Mateo). El éxodo, propio de este tiempo cuaresmal, en este caso consiste en pasar de comportamientos centrados en nosotros mismos —sed de poder, de disfrutar cueste lo que cueste— a comportamientos animados por el deseo de entrega a Dios y a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
La conversión a la que nos invita la Cuaresma debe tocar a toda la persona y dura lo que dure la vida; la conversión es un proceso que se debe asumir para toda la vida. Por otra parte, la conversión es un compromiso que no se puede retardar: “Si escucháis hoy la voz del Señor, no endurezcáis vuestro corazón” (como nos dice en Hebreos), porque “si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo” (como san Lucas nos dice).
Es necesario, por tanto, “pararse”. Para ello, es necesario tomar tiempo para descender a nuestra interioridad más profunda; es necesario hacer un alto en el camino para ver y examinar mi mente, mis juicios y prejuicios, mis convicciones más profundas. En este sentido, bien podemos decir que la Cuaresma es un tiempo propicio para hacer una profunda revisión de nuestra vida en todos sus aspectos.
Nuestra Madre, la Virgen María, nos ayudará a vivir bien la Cuaresma y a prepararnos para celebrar la Semana Santa.
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