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Obedientes peligrosos (Primera parte)

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Federico Hernández Aguilar - Escritor y columnista de LA PRENSA GRÁFICA

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En 1961, el mismo año en que Adolf Eichmann era condenado a muerte por su implicación en las atrocidades nazis, el psicólogo de la Universidad de Yale Stanley Milgram realizaba un experimento que se hizo célebre por su impacto en el estudio de la conducta humana. La pregunta que Milgram deseaba responder era si los cómplices de Eichmann en el exterminio masivo de judíos podían de alguna manera "justificar" sus acciones por el simple hecho de haber seguido órdenes superiores durante la guerra. Los resultados de aquellos experimentos, resumidos en un libro y un artículo –este último titulado "Los peligros de la autoridad" (Harper's Magazine, 1974)–, sorprenden todavía hoy.

Milgram diseñó una prueba muy sencilla: hizo creer a un grupo de voluntarios que iban a aplicar dolorosos choques eléctricos a supuestos "alumnos" a los que podían observar, junto a un investigador, a través de un vidrio. Quienes aplicaban las descargas pensaban que participaban en un experimento sobre "el aprendizaje", pero lo cierto es que eran ellos los que estaban siendo estudiados: aquellos "alumnos" solo simulaban estar siendo electrocutados, mientras que el investigador del equipo de Yale observaba hasta dónde la persona a su lado era capaz de infligir dolor a otra obedeciendo a las pretendidas exigencias del experimento.

Para asombro de Milgram, la mayoría de los participantes (65 %) aplicaron electrochoques a sus congéneres en el grado máximo en que podían hacerlo (450 voltios), aunque experimentaran incomodidad. O sea, ejerciendo sobre ellas la presión debida, hasta personas bien educadas podían mostrar niveles insospechados de sadismo si creían estar obedeciendo órdenes jerárquicas. "La extrema buena voluntad de los adultos de aceptar casi cualquier requerimiento ordenado por la autoridad constituye el principal descubrimiento del estudio", concluyó Milgram.

Víctor Frankl, el genial psicoterapeuta austriaco, afirmaba que durante su confinamiento en los campos de concentración nazis no había visto odio en los ojos de los verdugos a cargo de las cámaras de gas. Cuando quienes escuchaban tal cosa reaccionaban con desconcierto, Frankl les asombraba aún más preguntándoles si ellos, ante la proliferación de hormigueros en sus jardines, experimentarían "odio" por las hormigas al rociarles pesticida. En efecto, aparte de la dificultad para amar u odiar en genérico, quien comete un acto bárbaro necesita creer que su responsabilidad real es limitada. Muchos verdugos nazis dejaban de ver personas en sus víctimas para poder asesinarlas.

A partir de sus experimentos sobre los riesgos de la obediencia, Stanley Milgram aportó dos teorías interesantes a la psicología social: conformismo y cosificación. La primera remarca el hecho que los seres humanos, con la excusa de un orden jerárquico, descargamos nuestras responsabilidades con apática facilidad. La segunda teoría propone que las personas también transferimos a la orden superior una autoridad moral que en realidad correspondería ejercer a nuestra conciencia; entonces "cosificamos" (minimizamos) aquello que debería removernos interiormente.

Los experimentos de Milgram ayudan a reflexionar sobre temáticas muy actuales. En polémicas como el aborto, por ejemplo, se suele partir de premisas subjetivas y se desdeña el valor objetivo de la ciencia para determinar qué es y cuándo comienza la vida humana. Se toma distancia de una pregunta fundamental para resaltar premisas más cuestionables.

¿Y qué decir de fenómenos políticos como la manipulación masiva, exacerbada hoy por las redes sociales? Los estudios de Milgram, como espero analizar en próxima columna, también son útiles.

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