Los cementerios son lugares dedicados al depósito de los cuerpos de los fallecidos, que usualmente visitan los familiares para honrar su memoria. Pero... ¿conocías la historia de cómo nació el primer camposanto de El Salvador?
A lo largo y ancho de El Salvador hay varios cementerios públicos y privados, famosos y desconocidos. Sin embargo, quizá alguna vez te preguntaste cuál es el cementerio más antiguo desde que El Salvador es República soberana, y dónde está ubicado.
De acuerdo a la reciente investigación del arquitecto e investigador independiente Mario Melara, disponible en el repositorio web de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá, el Cementerio General de San Salvador, que alberga el sector de Los Ilustres, es el más antiguo de la República del que se tiene registros.
Según los reportes oficiales, su construcción comenzó el 10 de enero de 1848, un año después de la creación de la Junta de Caridad de la cabecera departamental de San Salvador, y 27 años después de la independencia centroamericana del Reino de España.
Las Juntas de Caridad eran estructuras compuestas por vecinos de toda clase social y se encargaban, en primera instancia, solo de la fabricación de cementerios, y con el tiempo apoyar al Gobierno central en tareas que no alcanzaba a cubrir. Estaban contempladas en la Ley de Cementerios de 1824 que, según el Decreto Legislativo de febrero de 1826 de la Asamblea Ordinaria Legislativa, ordenó poner en marcha un plan de cementerios y nombrar una Junta de Caridad para todas las cabeceras departamentales del país.
Para diciembre de 1826, se ordenó que los cementerios debían estar concluidos en todos los pueblos del Estado y que el 1 de enero de 1827 se enterrara todo cadáver “en los cementerios fabricados fuera del poblado, a 400 varas de la última casa”.
Sin embargo, fue hasta 1847 cuando efectivamente se creó la Junta de Caridad de San Salvador, que gestionó, además de la construcción del cementerio, la construcción, remodelación y mejora de un hospital, el cual figuraba como tarea prioritaria a la luz de un informe oficial del 21 de enero de 1848, titulado “Trabajos de la Junta de Caridad”.
En ese sentido, un año antes, en 1947, el periódico oficialista anunciaba la puesta en marcha simultánea de ambos proyectos: cementerio y hospital, además de otras obras en la ciudad que traían “modernización y progreso”. Sobre el hospital y el cementerio, el editorial rezaba:
“El Hospital, bajo la inmediata inspección de la Junta de Caridad, ha recibido mejoras bastante notables: la misma junta está encargada de la obra del panteón y no dudamos del acreditado celo de sus individuos que será puesta en ejecución muy pronto y concluida en todo esmero”.
No hay registros de la fecha de terminación del panteón, pero Melara presume que ya se había inaugurado cuando se inhumaron las cenizas del general Francisco Morazán el 17 de septiembre de 1858.
Según la investigación, los decretos y comunicaciones oficiales de la época reflejan que tomar medidas sanitarias y evitar entierros dentro de las iglesias fueron parte de la agenda gubernamental en las dos décadas previas al inicio de la construcción del panteón.
Así, Melara sostiene que “probablemente ya existía un predio improvisado de enterramiento que funcionaba como tal antes de la iniciativa formal del cementerio capitalino”, el cual hubiera sido, en todo caso, muy posterior a muchos otros ya existentes en los pueblos del interior del país. Sin embargo, no hay datos que permitan ubicar con exactitud uno en particular.
La construcción del hospital y el cementerio, que costó 3,000 pesos, tuvieron diversas fuentes de financiamiento.
Según un reporte oficial del 21 de enero de 1848, el hospital, además de las rentas propias, era financiado con legados piadosos, réditos de capital fincados sobre casas y haciendas, dineros provenientes de la administración de rentas de la alcabala del Tajo, impuestos cobrados a los juegos públicos de lotería, suministros exigidos al gobierno, un porcentaje del impuesto gravado a los “juegos de villar”, “limosnas” y otras obras de caridad organizadas por los vecinos.
Lo que sobró se destinó para la obra del cementerio, el cual había carecido la capital por tantos años en “perjuicio de su buen nombre”, decían los miembros de la Junta de Caridad.
De acuerdo a Melara, este pensamiento significaba que la ausencia de un camposanto en San Salvador no solo iba en detrimento del aspecto sanitario y la salud de los habitantes, sino que además era un aspecto clave para diferenciar el estatus social de la capital respecto a otras.
El investigador explica que cinco factores desencadenaron el origen del cementerio:
Melara explica que en tanto la población de San Salvador creció en las primeras décadas del siglo XX, el cementerio empezó a acumularse de tumbas, lo que obligó a remedir los mausoleos, subdividir los predios, sacrificar “espacios libres”, reducir el ancho de sendas da circulación, eliminar jardines y comprar terrenos aledaños para ampliación.
El sector del panteón, por lo tanto, se amplió más allá de su centro a otros sectores que reflejaban “el auge de la clase media” que poblaba la capital. En concreto, se hicieron ampliaciones al norte y poniente del recinto original.
“Para mediados del siglo XX, la apariencia del cementerio pasó de ser la de un lugar central, monumental y solemne a la de un barrio periférico de clase media latinoamericano, donde predomina el ambiente ecléctico, nuclear, los prefabricados y la construcción en serie de calidad estándar”, dice Melara.
Lo anterior se expresó en el arte, donde se pasó del predominio de un estilo clásico renacentista y barroco, materializado en obras de escultores extranjeros como Durini, Ferracuti y Augusto Baratta, a interpretaciones locales de estilo neoclásico, neobarroco, neogótico e internacional modernista, además de muestras de arte neoprehispánico (imitación de templos mayas) y neoconial que ya relucían en las décadas de 1940 y 1950.
Estas últimas estuvieron a cargo de constructores y escultores locales, como Raúl y Héctor Mena, Adán Montes y Pedro Antonio Mendoza, cuyos nombres figuran en las placas de autoría de las construcciones. Además hubo constructores anónimos, que se esmeraron por replicar las obras de los reconocidos.
De modo que Melara identifica dos zonas populares apartadas del sector Los Ilustres (que es el punto más céntrico y clásico): el barrio funerario de clase media (que empezó a formarse por el aumento poblacional en las primeras décadas del siglo XX) y el barrio funerario popular funerario, que comenzó a gestarse en la segunda mitad del siglo tras una nueva explosión demográfica en la capital por la migración desde el campo de obreros, artesanos, operarios, trabajadores de fábrica y vendedores.
En Los Ilustres están las esculturas, obras y personajes concebidos erróneamente, según Melara, de “mayor valor”, mientras que los sectores populares “no tienen casi en absoluto muestras representativas o destacables de escultura, arquitectura, trabajos en mármol, ni otros aspectos que pudieran considerarse estimables o de “valor”.
Sin embargo, para el investigador, ahí es donde se mantienen las tradiciones más vivas: el adorno y limpieza de la tumba que hacen los familiares, convivencia y dedicación de tiempo a los muertos, rememoración de anécdotas del difunto, shows de músicos populares, ingreso extra para colaborar con los visitantes en el mantenimiento y limpieza de tumbas, venta de flores, adornos, café y pan dulce. Y además: el relato de anécdotas de terror y de infancia.
Algunos personajes que descansan allí son el general Francisco Morazán, el capitán Gerardo Barrios, el general Francisco Menéndez, los escritores Alberto Masferrer, Salvador Salazar Arrué, Claudia Lars y Alfredo Espino, el expresidente Manuel Enrique Araujo, el dictador Maximiliano Hernández Martínez, los políticos Roberto d'Aubuisson, Shafik Hándal y Augustín Farabundo Martí, Benjamín Bloom, el piloto Enrico Massi, el banquero José Rosales y el músico paraguayo Agustín Mangoré.
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