
¿Será restringida nuestra libertad personal?, ¿perderemos el derecho a la intimidad?, ¿seremos manipulados a través de los dispositivos electrónicos?
“Los seres humanos tendrán cambios muy significativos a nivel biológico, cultural, tecnológico y otros elementos”, respondió… la Inteligencia Artificial a la plataforma Ámbito, que le hacía la “consulta”. Siguiendo el “diálogo”, resaltaba que la humanidad se vería diferente: “con cuerpos sanos y trabajados, y algunos robots que convivirán con los seres vivos”.
Por otro lado, despertó temor el anuncio de Elon Musk sobre el primer implante cerebral inalámbrico de la empresa de biotecnología Neuralink, que busca mejorar la vida de personas con discapacidades y crea interfaces “cerebro-computadora”, permitiendo controlar la mente de un paciente humano. Este híbrido de humano y cibernético, que usaría la tecnología para mejorar sus capacidades, el uso de sus sentidos y la forma de relacionarse con el mundo que lo rodea, siendo despojado -en parte- de sus características, sería el futuro ciborg, ser formado por materia viva y dispositivos electrónicos (cyber - cibernético y organism - organismo).
Si bien, sin implantes, los hombres y mujeres de hoy viven sumergidos acríticamente en las redes, no siendo capaces de juzgar por sí mismos, moldeados por la tecnología en su identidad y relaciones sociales.
Tenemos ante nosotros a la Inteligencia Artificial –producto del ingenio humano que estudió en libros de papel– que imita la inteligencia, pero que no llega a ser inteligente. No tiene alma y, por ese motivo, entre tantas cosas, limitará la capacidad de tomar decisiones libres.
Hasta Bill Gates mostró su preocupación ante la utilización de la inteligencia artificial, pues, ejerciendo la vigilancia y el control de los ciudadanos, hará que la privacidad de cada uno de nosotros esté en peligro. Con la recopilación masiva de datos, se podrá llegar a niveles de vigilancia sin precedentes.
Y se aproxima la modificación de la forma de interactuar con el entorno digital con un dispositivo lanzado por otro magnate, el de Meta, Mark Zuckerberg. Son los lentes de realidad aumentada (RA), que pretende se conviertan en la principal herramienta de comunicación y entretenimiento entre los seres humanos, llegando a reemplazar todo lo inventado hasta el momento, sin necesidad de pantalla. Cambiaría la forma de comunicarse, trabajar y experimentar el mundo digital. Una fractura entre el calor de la relación humana afectiva y la frialdad de lo artificial en su irrealidad.
El director de OpenAI (que creó ChatGPT), Sam Altman, afirmaba que llegará un momento en que será más difícil distinguir entre la máquina y la persona. El multimillonario Elon Musk veía el aumento de las capacidades humanas, pero a la vez… “una amenaza existencial para la humanidad”. En otro plano, el historiador israelí Yuval Noah Harari advertía: “No sé si los humanos podrán sobrevivir a la Inteligencia Artificial”.
¿Será restringida nuestra libertad personal?, ¿perderemos el derecho a la intimidad?, ¿seremos manipulados a través de los dispositivos electrónicos?
El acontecer y las variadas opiniones me traen a la memoria una obra de teatro, asistida en un centro de formación juvenil hace casi 50 años: El individual François Dupont –que podríamos calificar de profética– del historiador y miembro de la Academia Francesa, Pierre Gaxotte. El autor imaginaba cómo sería una “sociedad de masas”. No resisto relatarla sucintamente, por la íntima relación con lo que estamos comenzando a vivir a través del dominio de las redes y la entrada en acción de la Inteligencia Artificial.
Comienza la obra con la escena de un “juzgado” compuesto por hombres medio robóticos, con escafandras, antenas sobre la cabeza, extraña vestimenta. Se sienten gritos: “¡No!, ¡no!”. Llegan dos personajes idénticos a los supuestos jueces, arrastrando un “reo” vestido con ropas normales: abrigo, bufanda, gorra, protegiéndose del frío. Lo sientan en un simple banquito.
Los “jueces”, representantes de un Estado que posee toda la ciencia, toda la verdad, y que asigna a cada individuo –como veremos en el desarrollo de este juicio– ciudad, casa, transporte, lugar de trabajo; hasta los alimentos calculados según las calorías, los horarios de trabajo, el momento de descanso, etc. Una “maravillosa” unanimidad. Todo el proceder diario de cada individuo es dirigido con indicaciones a través de una pantalla implantada en cada hogar.
Pero hubo una ocurrencia en este singular sistema de vida. El Ministerio de Meteorología anunció, en pleno tiempo invernal, incluso hasta nevando, que el sol brillaba, las flores se abrían y hacía mucho calor… Había ocurrido que el mecanógrafo erró la información: en vez de -5 colocó 25 grados. Todos se quitaron las ropas invernales siguiendo las indicaciones.
Pero el tal “reo”, que no había podido ver las órdenes del Ministerio por un cortocircuito en su pantalla, optó por abrir la ventana y, viendo el frío ambiental, decidió abrigarse. Se dirigió al tren asignado, número 382, que lo transportaría a su lugar de trabajo. Apenas cruzó la calle, hombres vestidos con uniformes blancos y cascos como de robot lo agarraron y arrastraron hasta la comisaría.
Allí comenzó el drama que lo llevó a este proceso “judicial”. Sentado en el banquito indicado, comienza el juez un proceso ejemplar. Empieza la acusación: “El ciudadano 3.227.432, que vive en la casa 20.255, del barrio 2.358, que iría a tomar el tren número 382 para ubicarse en el asiento 5.320, violó la ley de obediencia a las indicaciones diarias número 1.223, apareciendo con vestimentas diferentes a las indicadas en la pantalla matinal”.
El singular “reo” responde en su defensa que, al no haber podido visualizar la pantalla por un problema técnico, abrió la ventana, sacó el brazo, consideró que hacía frío y se vistió de acuerdo a la circunstancia.
Ante eso, el juez exaltado le responde que ese era el delito por el cual se lo estaba juzgando: salir de su casa sin haber recibido las instrucciones paternas que le aseguraban su accionar. Agrega que un testigo lo acusó de haber sido visto cantando mientras bajaba las escaleras de su casa, cuando debería haberse considerado huérfano, perdido, abandonado. No corrió al vecino o al portero para preguntarle cuál era la indicación matinal que llegó a través de la pantalla. Resaltando que… al sacar el brazo para saber el clima: “Has actuado solo, contra el Estado, contra la ley”.
Pero –se defendía el “reo”– diciendo que el Ministerio había informado erróneamente.
“Empeoras tu situación –responde el “juez”–. La administración no se puede equivocar. Tu naturaleza te detiene, tu crimen es inmenso. Intentaste restaurar el testimonio de los sentidos, tu juicio personal, la reflexión, el libre albedrío… Ante eso: ¡pido el castigo más severo!”.
Y así fue condenado el pobre “reo” a la pena máxima: convertirse en un individuo, ¡libre!, responsable de lo que piensa, de lo que quiere, de lo que hace, informándose, juzgando, decidiendo por sí mismo.
Retiran al “reo” en medio de fuertes gritos: “¡No!”, “¡no!”.
Pareciera que este fue el final de la expresiva obra, pero no fue así. Una música de fondo, la Marcha fúnebre de Frédéric Chopin, comienza a sonar, y graves palabras afirman: “El ciudadano 3.227.432, que vivía en la casa 20.255, del barrio 2.358, condenado a ser libre, no pudiendo vivir así…: SE SUICIDÓ”.
Mensaje de response para boletines
Comentarios