
Hoy, más que nunca, hay oscuridad que se camufla de inocencia. Políticos perversos a quienes nada importa y que, al igual que los antiguos vampiros del medievo, se nutren de la sangre de sus pueblos, a los que hipnotizan con promesas vanas, mintiendo sin piedad.
Drácula
La leyenda va mucho más atrás que la fantasía victoriana de Bram Stoker, que, por otro lado, es un excelente libro en su género. Y, por supuesto, difiere de las adaptaciones posteriores de Nosferatu o cualquier otro título. La creencia en los vampiros, no la historia de Vlad el Empalador, se remonta a la antigüedad y se refiere a una maldición del Cielo, proferida a quienes, igual que los ángeles caídos, se rebelaron contra Dios.
Durante la Edad Media se creía tan fuertemente en el mito que cualquier noble o plebeyo difícilmente se habría aventurado a salir solo por el bosque sin la protección de, por lo menos, una cruz y agua bendita. Todavía hoy se continúan descubriendo restos óseos con evidencia de una estaca clavada en el tórax o una piedra introducida en lo que fue la boca, destrozando los dientes y colmillos.
La verdad es que, por mucho tiempo, se pensó que los vampiros eran monstruos humanos que habían hecho un pacto con el diablo para no morir jamás (lo que, por cierto, al final, como lo descubrirían muy tarde, se convertía en parte del tormento), ya que estaban condenados a vivir en la oscuridad, teniendo nostalgia eterna de la luz que tenían prohibida. Almas malditas que huían ante el signo de la cruz, ávidas de atrapar a otros, a quienes hipnotizaban y desangraban, para luego también convertirlos en esclavos de las tinieblas. Despojos humanos, verdaderos muertos vivientes, transformados en eternos prisioneros de sus excesos hasta el fin de los tiempos, cuando, según la creencia, serán consumidos en el Averno junto a los demonios.
De hecho, el nombre Drácula, por ejemplo, deriva del rumano Draaculea, que significa "hijo del dragón", es decir, de lucifer.
¿Y qué tiene que ver eso con el tiempo moderno? Acaso mucho. Hoy, más que nunca, hay oscuridad que se camufla de inocencia. Políticos perversos a quienes nada importa y que, al igual que los antiguos vampiros del medievo, se nutren de la sangre de sus pueblos, a los que hipnotizan con promesas vanas, mintiendo sin piedad.
Como son también criaturas de la noche, ambientadas en este siglo de neón, buscan colocar en sus diminutas obras mucha luz y candilejas para que la gente crea que trabajan. Y así vemos inauguraciones de papel, pero con gran pompa, llenando espacios vacíos tapizados con plástico y fotografías de lo que nunca será, o edificaciones antiguas con pintura nueva, luces indirectas y reflectores, para que el vulgo se imagine aquello como algo monumental. No importa que solo sea una vieja feria que se disfraza ahora de hospital o vetustos edificios del centro de una ciudad que adornan con luminarias falsas para vender luego la fantasía de que ellos fueron los constructores.
Estos modernos estafadores, cargados de mentiras e iniquidad, engañan en nombre de la seguridad y roban la libertad de sus pueblos, a pesar de que la enarbolan y dicen hablar en su representación, protegidos por otros malvados que les sirven de guardia, a la usanza de los hombres lobo de la época victoriana.
Los hay de cualquier color político, pero su común denominador es el populismo y, por supuesto, la inmensa maldad que los hace mentir compulsivamente, prometiendo todo porque nada cumplirán.
Malabaristas del engaño, que lo mismo dicen un día estar a favor del medioambiente para que, al siguiente, autoricen la apertura de minas contaminantes. Son, al final, gente sin principios, teniendo simplemente conveniencias.
Habrá quien recuerde, acaso, a uno de esos oportunistas, uno de los mejores en el arte del camaleón, cuando, vestido de dictador “cool” en las Naciones Unidas, se atrevió a asegurar que en su país, El Salvador, no se perseguía a nadie por sus ideas y que ahí se garantizaba la seguridad de todos los ciudadanos, incluyendo, por supuesto, a sus adversarios. ¡Descarado! Continúan persiguiendo a sus opositores, cuyo último caso emblemático es Eugenio Chicas, quien desafortunadamente dista mucho de ser el primero y, con mayor dolor se dice, tampoco será el último.
Las mentiras y la falsedad son el manto de los hijos de la noche, quienes persiguen, capturan, desaparecen y matan a cualquiera que se les ocurra, sin jueces ni fiscales honestos que puedan oponerse al dictador. Esto no es exclusivo de un país, sino el común denominador de todas las tiranías, que conforman la legión moderna de estos oscuros señores que, sin saberlo o sabiéndolo, han vendido su alma al dragón…
En fin, nos toca vivir en épocas extrañas, con luz eléctrica y plásticos, pero manteniendo el espíritu de siempre, el mismo que tuvimos en épocas antiguas. Por ello, seguimos intuyendo que el mal está ahí, pero, sobre todo, que existe Dios. Y no como intuición, sino con la certeza que da la fe, puedo asegurar que, al final, el bien ha de triunfar.
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