
Pero Romero llegó hasta ahí empujado por la ética cristiana, no por una agenda ideológica o como quinta columna de alguna de las partes del inminente conflicto armado. Como hombre de su tiempo fue conservador en muchas de sus posiciones y a la vez poderosamente contestatario cuando se trataba de defender la vida; así fue el salvadoreño más importante del siglo pasado, que tantas décadas después le recuerda a la nación que en un contexto de autoritarismo y crisis de derechos humanos, cuando se es decente es imposible mantenerse al margen.
Cuarenta y cinco años después, la figura de monseñor Óscar Arnulfo Romero continúa inspirando a la grey católica; con el paso de los años, además de su papel como voz de las personas más oprimidas del país en la época de la represión y el terrorismo de Estado, se reconoce su legado como brújula moral de la jerarquía eclesial en los repetidos escenarios de polarización e intolerancia por los que ha transitado la historia de El Salvador.
Cuando los historiadores revisitan aquellos años, elogian el valor de Romero, la posible resignación con la que reconoció su destino y que la posibilidad de un final violento no lo intimidó ni disuadió de continuar con su denuncia contra los que cultivaban el inminente baño de sangre. Pero en muchos de sus escritos y homilías, el arzobispo de San Salvador expresaba su optimismo sobre el futuro, la posibilidad de que movidos por la misericordia y conmovidos por la fragilidad de sus conciudadanos, los violentos sufrieran una conversión. Como afirmara apenas un mes de su asesinato, se reconoció como un creyente firme en la paz, porque "Dios nos llama a construir con él nuestra historia, y la construcción de Dios no quiere ser sobre sangre y dolor; quiere ser una construcción de hijos de Dios que hagan valer la característica más propia del hombre: la razón y la libertad iluminada por la bondad".
La convicción de que hay un futuro mejor, de que la sociedad se lo merece y de que es un lugar al que se tendría que llegar por derroteros de verdad y libertad, no riñe con la vocación de denuncia que también fue su legado. Al contrario, el jerarca creía que el único modo de hacer posible ese futuro era hacerlo hoy, a través de la defensa de los derechos de los pobres, y pese a que cada vez que pudo subrayó su desinterés en la política, nunca renegó de su deber. Por eso, muy temprano en su servicio sentenció que "el pastor tiene que estar donde está el sufrimiento (...) y por eso donde hay dolor y muerte, he llevado la palabra de consuelo para los que sufren".
Todo su mensaje, recogido en cientos de poderosos sermones, discursos y escritos, es de un innegable contenido evangélico; lo que volvió y sigue haciendo de su defensa de los marginados y perseguidos un contenido controversial es que detrás de esa marginación y persecución están algunos de los poderes más temibles, círculos que necesitan que el país continúe girando alrededor de la dinámica de la exclusión, la acumulación y la impunidad.
Pero Romero llegó hasta ahí empujado por la ética cristiana, no por una agenda ideológica o como quinta columna de alguna de las partes del inminente conflicto armado. Como hombre de su tiempo fue conservador en muchas de sus posiciones y a la vez poderosamente contestatario cuando se trataba de defender la vida; así fue el salvadoreño más importante del siglo pasado, que tantas décadas después le recuerda a la nación que en un contexto de autoritarismo y crisis de derechos humanos, cuando se es decente es imposible mantenerse al margen.
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