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No me puedo quejar

Así que ahí estamos, en un país en donde los gobernantes no escuchan al pueblo cuando no les conviene, o lo hacen si eso les sirve de propaganda; y en una tierra en la que el pueblo calla... porque no se puede quejar.

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No me puedo quejar

Imagínense que están en una fiesta. Todo magnífico: comida, bebidas y un ambiente inigualable. Nada que cambiar. Y entonces, alguien les llama por teléfono y les pregunta cómo va todo. Siendo sinceros, responderían que no se pueden quejar, porque todo es inmejorable.
Otro escenario distinto es el ambiente en donde la libertad se ha perdido y donde no existe más el Estado de derecho. Ahí lo que privaría es el miedo, y si alguien descubre que algún amigo se rebela contra las injusticias del gobierno, le podría recomendar lo mismo que en el primer caso, pero por distintos motivos. “No te puedes quejar”, le diría, pero porque si lo hicieras, el dictador te quitaría de en medio.
¿Cuál de los dos ejemplos es el que nos recuerda el estado actual de la nación? Creo que, obviamente, es el segundo. Acá nadie se queja, porque hasta el usurpador se lo ordenó así a sus legiones cuando presenciaban el fin de la república en la entronización de la dictadura. Entonces, “el inconstitucional” hizo aquel llamado para que el vulgo coreara que sería fiel al proyecto opresivo… sin decir nada. Luego anunció las medidas represivas, a las que llamó con el neologismo de “medicina amarga”. Y, desde entonces, nadie se queja en estas tierras.
Parece que el dinero no le sobra a nadie y que todos temen que algún guardia del tirano termine encarcelando a cualquiera porque le “miró feo” o porque se le opuso a algo. A nadie le alcanza la plata, pero, sobre todo, es al gobierno a quien le falta más, a juzgar por las escuelas que cierra a diario, los hospitales desabastecidos, al punto de no tener ni sueros, ni inmunosupresores, ni medicina antineoplásica. Y le falta mucho, digo, porque no arreglan las calles, ni tienen dinero para pagar mejor a los pocos maestros que persisten, y porque han disminuido sustancialmente los presupuestos de casi todos los ministerios, exceptuando, claro, el gasto del ejército pretoriano, la propaganda omnímoda y los viajes de todos los gandules, que antes no iban ni a Esquipulas en excursión por falta de recursos, pero que hoy visitan el Bernabéu el fin de semana en avión privado y vacacionan en Aspen. Pero acá nadie se puede quejar.
Así que, en este mundo extraño que nos ha tocado vivir, aparentemente ya nadie se lamenta. Por lo menos no lo hacen ni en Corea del Norte ni en El Salvador; acaso en ninguna tiranía. Esa pregunta es, al final, la que sirve como termómetro de una democracia. Por ejemplo, si en un país nadie siente miedo por discrepar del gobierno y está tranquilo, sin temor por ser opositor al régimen, esa gente vive en libertad. Pero si en una nación, cuando alguien hace el mínimo comentario contrario, la gente se calla o recibe el consejo de los amigos de que lo mejor es dejar de hablar por seguridad, no hay duda de que esa tierra está democráticamente enferma, o moribunda, o simplemente ya murió.
Estoy seguro de que cualquiera que sea plenamente sincero coincidirá en que acá la gente tiene miedo de hablar. Pero también puedo asegurar que hasta el temor tiene un límite, y por eso ya son muchos los que elevan la voz.
Y así, aunque la lógica nos indique que no deberíamos quejarnos, no podemos dejar pasar, por ejemplo, lo que ocurrió hace una semana, cuando el señor bukele escribió en una de sus cuentas que, dadas las múltiples quejas en contra de su alcalde de Soyapango-Ilopango sobre cómo maltrató a decenas de perros en un pseudo refugio que tenía la comuna, él había decidido cerrar cuanta institución protegiera a los animales. Haciéndolo, por cierto, sin seguir ningún canal legal. Pero, dos horas después, en otro ejemplo de improvisación pasmosa, o simplemente como consecuencia de la inestabilidad causada por la enfermedad que padece y que le impide dormir más de dos horas diarias, volvió a “abrir” la veterinaria recién clausurada. Adujo que todo obedecía a que estaba oyendo el clamor popular. Lástima que no ocurra lo mismo cuando de la minería se trata, porque ahí cualquiera ve una fortísima oposición, pero es claro que no hay peor sordo que el que no quiere oír.
Así que ahí estamos, en un país en donde los gobernantes no escuchan al pueblo cuando no les conviene, o lo hacen si eso les sirve de propaganda; y en una tierra en la que el pueblo calla... porque no se puede quejar.
Pero también es una nación de fe. Una que lleva su nombre en honor al Divino Salvador del Mundo y que, precisamente por la gracia de Dios, un día recobrará la libertad. Entonces, como en cualquier otro país democrático, podremos quejarnos sin temor a la represalia dictatorial y… quejarnos si así nos apetece.

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