
Este 4 de febrero se cumplen 112 años del atentado que dejó moribundo al jefe de Estado salvadoreño cuyo nombre designa a una célebre alameda y quien no tuvo de primeras los votos de confianza para asumir el cargo.
“El hombre noble y justo no debe temer: tras la punta del puñal de sus asesinos está la inmortalidad de su nombre". Frase atribuida a Manuel Enrique Araujo en el Libro Araujo (1914).
Creó el Ministerio de Agricultura, la Guardia Nacional y la primera ley de accidentes laborales, cambió la bandera nacional, apoyó a los sectores populares, intentó frenar la invasión norteamericana en Nicaragua y hasta le organizaban bailes de honor.
Se llamaba Manuel Enrique Araujo y el 4 de febrero de 1913 pasó a la historia como el único presidente salvadoreño asesinado en funciones en los 203 años de independencia de la República.
Era médico y llegó al poder en 1911, cuando el general Fernando Figueroa le cedió la Presidencia pese a que no era su primera ni segunda opción un año atrás, por hacer “demasiadas” promesas, sobre todo a caficultores migueleños.
Pero no alcanzó ni dos años de mandato cuando fue atacado a machetazos y balazos por tres sujetos desconocidos en el parque Bolívar, en compañía de su primer canciller y el favorito original de Estados Unidos a la Presidencia: Francisco Dueñas, y su hermano, Carlos.
Araujo, que disfrutaba un concierto nocturno de la banda Los Supremos Poderes en la actual Plaza Gerardo Barrios, recibió tres heridas en la cabeza y una en la espalda con arma cortante, y una debajo del omóplato con arma de fuego.
El mandatario fue curado en una casa cercana y luego trasladado a Casa Presidencial, mientras las autoridades detenían a los tres responsables recién llegados de Guatemala, según el Gobierno: Virgilio Mulatillo, Fabián Graciano y Fermín Pérez.
El Consejo de Ministros impuso un estado de sitio tras el atentado que generó mensajes de apoyo y pronta mejoría de figuras como Howard Taft, presidente estadounidense, Alfonso XIII, rey de España, y Minor C. Keith, magnate dueño de la United Fruit Company.
A la mañana siguiente, Araujo amaneció dando órdenes presidenciales, según el diario oficialista, pero pese a que las heridas cicatrizaban y había expectativas de mejoría, empeoró abruptamente muriendo cinco días después del ataque: el 9 de febrero de 1913.
Tras oír los 21 cañonazos que anunciaban la defunción, unas 3,000 personas rodearon la Casa Presidencial donde ondeaba a media asta la bandera nacional que él mismo modificó de un diseño americano al vigente, para distanciarse de la simbología estadounidense y la subordinación al imperio.
El historiador Héctor Lindo explica que ese rasgo de su carácter lo hizo reconocido internacionalmente, llegando a intercambiar misivas con el presidente Taft sobre las ambiciones expansionistas de EUA.
HISTORIA DE EL SALVADOR
— Héctor Lindo (@hector_l_f) February 4, 2025
Febrero 4, se conmemora el día del atentado que costó la vida al Presidente Manuel Enrique Araujo.
¿Por qué fue tan reconocido internacionalmente?
Fue el mandatario que supo responder con dignidad a las ambiciones expansionistas de Estados Unidos.
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La Asamblea Legislativa decretó 30 días de luto nacional y su presidente, Carlos Meléndez, asumió el Poder Ejecutivo de forma casi ininterrumpida hasta 1919, iniciando la célebre dinastía Meléndez-Quiñónez que terminó en 1927.
Fernando Figueroa, que al principio no confió en él como sucesor pero luego trazaron amistad hasta hacerse “inseparables”, estaba “destruido” por la pérdida. “Nunca había visto así al general Figueroa”, dijo Urialba, una testigo ocular de la última visita del militar al lecho de muerte de su amigo.
Otros funcionarios, conocidos y amigos lamentaron su partida mientras condenaban el crimen: “No tiene precedentes en nuestra historia, y el lenguaje castellano no tiene palabras para calificarlo, porque es incalificable”, expresó uno.
"En aras de mi sentimiento nacionalista no habrá nada, absolutamente nada, que no pueda ofrendar, desde mis intereses, mi posición de gobernante, hasta el sacrificio de mi vida". Frase atribuidas a Manuel Enrique Araujo plasmada en el Libro Araujo (1914).
Un obrero que lo conoció afirmaba que “jamás” olvidaría “aquel porte culto y digno, aquella voz suave, persuasiva y llena de sentimiento”.
Los allegados no entendían cómo el popular presidente, amigo de pobres y ricos, apreciado por obreros y artesanos y digno de bailes de honor por respaldar a la clase obrera era brutalmente victimado por tres aparentes campesinos sin ningún motivo.
El deceso hizo dimitir al vicepresidente Onofre Durán y otros siete funcionarios del gabinete inmediato de Araujo, pese a la insistencia de Meléndez de retenerlos como ministros y subsecretarios de Estado.
Meléndez tampoco aceptó de primeras las renuncias de los comandantes de Ahuachapán y Cuscatlán, de los gobernadores de San Miguel, La Libertad, San Salvador, Cabañas y La Paz, del inspector general de la Policía, de los directores de la Imprenta Nacional y la Beneficencia de San Salvador y de otros servidores públicos.
Pero, curiosamente, sí admitió el cese Francisco A. Lima, cónsul general en Guatemala.
Las hipótesis del delito se multiplicaron y resuenan hasta el día de hoy: salía con la joven hija de un acaudalado empresario, se opuso al imperialismo estadounidense, la oligarquía local no lo quería por sus decisiones políticas.
Pero las luces diplomáticas de la época alumbraron a otro lado: un enemigo político, a quien diplomáticos estadounidenses en Centroamérica basados en un informante inesperado le colocaron nombre y apellido: Manuel Estrada Cabrera, presidente de Guatemala.
El encargado de negocios en Guatemala, Hugh R. Wilson, recibió en su despacho a William Owen, vicecónsul general del país, quien relató la conversación que sostuvo con la señora Soto Dueñas, hija del expresidente salvadoreño Francisco Dueñas y hermana de los acompañantes de Araujo en el altercado.
Soto reveló a Owen que su hermano, Francisco, le confirmó que el gobierno guatemalteco era el autor intelectual, calzando con la confesión de Mulatillo, que acusó al país vecino de contratarlos como sicarios.
Según el historiador Héctor Lindo, un comandante de la marina estadounidense también aseguró estar informado de que El Salvador estuvo a punto de declarar la guerra a Guatemala, absteniéndose por una previsible derrota.
La administración Meléndez no estaba para guerras, por lo que se habrían “inventado” como cerebro del plan a Prudencio Alfaro, “un impenitente conspirador que tenía años de estar participando en intrigas para llegar al poder”, como lo describe Lindo.
La revelación de Owen fue remitida por Wilson al secretario de Estado en Washington en una carta del 7 de abril de 1913, dos meses y tres días después de la agresión.
A esa misiva le siguió otra un mes más tarde de William Heimké, enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario de EUA en El Salvador, donde apoyó la declaración de Soto como “incuestionable” por la reputación de sus hermanos.
“Si se puede creer lo que le dijo la Señora de Soto al vicecónsul general Owen, y dudo que nadie aquí desacreditaría la palabra de ninguno de sus hermanos, entonces parece que el complot para asesinar al presidente Araujo tuvo sus orígenes en Guatemala, que fue la historia que contó el asesino Mulatillo cuando lo capturaron”, señaló Heimké.
Agregó que “muchos” en El Salvador mantenían la tesis del complot considerando “el odio intenso, implacable y sin disimulos que había existido entre Estrada Cabrera y Araujo, que habían competido entre sí para proclamarse jefe ejecutivo de una Centroamérica unida”.
Araujo no ignoraba los peligros en su contra. Al contrario, recibió avisos de un plan para matarlo a inicios de enero, sumados a las tradicionales advertencias de amigos de no concurrir a conciertos en plazas públicas, según plasmó en el Libro Araujo Miguel A. García, conocido del exmandatario.
Sin embargo, tomaba los informes con ligereza y afirmaba estar dispuesto a recibir la muerte “donde sea”. “Si era verdad que no tenía enemigos personales, sí los tenía políticos, y éstos no despreciarían oportunidad para atentar contra su vida para posesionarse del poder sin tener ideal político que los justificara”, agregó García.
La causa del crimen nunca se esclareció y, para Lindo, es difícil saber exactamente quién y por qué lo ordenó.
Los tres perpetradores fueron fusilados el 17 de febrero en el Campo Marte por una tropa del Cuartel Gerardo Barrios tras un juicio sumario donde hubo 15 imputados como hechores intelectuales y materiales del magnicidio.
Entre los sentenciados a muerte también estaban los prófugos José Federico Castillo y José María Melgar, que días después murieron en un enfrentamiento con la Guardia Nacional cuando iban a ser capturados al pie del Volcán de Izalco, según el Gobierno.
La sentencia del Consejo de Guerra de Oficiales Generales se emitió con base a las confesiones de los implicados más la de un tal Salvador Flores, y por los testimonios de los testigos Catarino Rivera, Timotea Graciano y Eduardo Graciano.
Mulatillo y Melgar vivían en Sonsonate, Graciano y Castillo en Izalco, y Pérez y Flores en San Salvador. La ejecución del último se pospuso para obtener más información y Prudencio Alfaro no fue fusilado hasta 1915 porque huyó del país.
Araujo creó la primera ley laboral y de protección a las ciencias y artes, y pretendió crear un fondo de asistencia legal para propietarios indígenas.
Fue sepultado el 12 de febrero en el Panteón de sus Grandes Hombres del cementerio de San Salvador, un sector creado exclusivamente para él por la Asamblea Legislativa y ahora llamado Los Ilustres. En su memoria, una alameda capitalina lleva su nombre.
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