
Por eso las masas son capaces de linchar, atropellar a los extraños, y burlarse del mal ajeno, o participar de él; pero también la psicoexperimentación advierte que hay un porcentaje menor de hombres, que sin importar la opinión de las masas, siguen su conciencia y mantienen una postura recta delante de las majaderías del vulgo. A estos, Phillip Zimbardo les llamó, héroes.
El poder del silencio
Sin duda el mayor grito, el más poderoso, muchas veces es el silencio. Ese es el que trasciende al tiempo y el que finalmente logra despertar a las masas dormidas.
Cuando Saulo de Tarso cayó del caballo, hacia afuera los demás solo oyeron el relinchar y el golpe sordo de esa caída; había silencio. Pero en él, nacía Pablo, quien en su interior escuchaba a Su Señor preguntándole por qué lo perseguía. Luego vino la ceguera, y al final, la luz. Todo el principio del cristianismo fue una contienda aparentemente desigual, entre las ruidosas legiones al servicio de locos como Nerón, y la oración silenciosa con la que los mártires abonaron la historia para hacer fecunda la nueva fe. El grito de los soldados solo pretendía intimidar a quienes no adoraban al césar, quien se creía un dios; y fue en esa guerra silente, que poco a poco creció la idea que forjó nuestra civilización.
Hay quien podrá decir que aquella quietud se tornó bullicio, cuando después de siglos, los anteriormente perseguidos ocuparon el poder, y desde el trono imperial, algunos empezaron a hacer lo mismo que habían criticado; y si bien la santidad persistió en muchos, otros tantos también se corrompieron.
La humanidad es así. El espaviento y el grito son usualmente utilizados para llamar la atención y hacer parecer a los otros que ellos son más; como aquellos soldados que se dispersaron por el campo y rodearon al enemigo, para atacarlo desde varios flancos, dando la sensación que eran formidables adversarios.
Los experimentos en psicología social posteriores a la segunda guerra mundial, lo dejaron claro: la mayoría sigue, a los que considera populares. Por eso la importancia que los políticos modernos le otorgan a las encuestas y declaran que los contrarios son insignificantes; y por ello, los partidos requieren insistir en que son muy grandes, y hacen esfuerzos sobrehumanos para vender a los otros esa idea; y así, la mayoría termina haciendo cualquier cosa con tal de mantener el sentido de pertenencia. Por eso las masas son capaces de linchar, atropellar a los extraños, y burlarse del mal ajeno, o participar de él; pero también la psicoexperimentación advierte que hay un porcentaje menor de hombres, que sin importar la opinión de las masas, siguen su conciencia y mantienen una postura recta delante de las majaderías del vulgo. A estos, Phillip Zimbardo les llamó, héroes.
Queda claro que son quienes se sienten inseguros, los que deben recurrir al grito y a la violencia. Son los débiles quienes utilizan la amenaza, los espavientos, y el ruido de las botas militares, y vociferan para que el mundo les tema. Si las cosas fueran realmente como ellos dicen, ¿por qué emplear el insulto y la descalificación de los contrarios?
Por eso se entiende a los dictadorzuelos modernos; tan necesitados de uniformes y estrellas, pagando a diseñadores costosos para que se inventen un traje que evoque a los tiranos del pasado, mientras compran favores a los soldados de peor nombre; aquellos que estén dispuestos a mancillar su pobre honor, con tal de mantener el estatus de segundo al mando. Me duele entender como un hombrecillo cualquiera, si le sonríe la suerte y coincide en el tiempo con la caída de los partidos otrora mayoritarios, pueda cambiar con tanta facilidad. Me duele, digo, pero no me extraña, porque este nuevo tiranillo es un buen espécimen del conjunto que se llama turba, que lo coloca ahí porque los representa; que no habla con cultura ni con educación porque carece de ellas; que no es correcto en su actuar, porque el honor no le interesa; ni tiene palabra, porque ha vivido rompiéndola siempre.
La verdad es que se ha cumplido el postulado de Ortega y Gasset, cuando a principio del siglo pasado escribió “La revolución de las masas”. El mundo vive ya sin estructura, y los gobiernos (hijos de la masificación) condenan lo correcto y exaltan lo vulgar, como ya ha pasado en Canadá y en Inglaterra, en donde una persona fue hecha prisionera por rezar, en la calle, en silencio, frente a una clínica abortista; o en Francia, cuando un atleta fue sancionado por persignarse antes de la competencia. Pero nadie dice nada si un grupo de fanáticos, musulmanes por ejemplo, protestan y rompen escaparates, o si unas mujeres semidesnudas insultan y acosan a otros muchachos cristianos que se congregan en el patio externo de su iglesia.
Y así sucede con las nuevas dictaduras, como las latinoamericanas. Los tiranos y sus familias sienten que tienen carta blanca para robar. Compran edificios y los liberan de impuestos, o fincas cafeteras, y viajan en aviones privados, mientras sus pueblos mueren de hambre. Disminuyen los presupuestos de salud o educación, porque no les interesa; pero aumentan los de propaganda, y por supuesto, vociferan una popularidad que no poseen, pero que esconden en el miedo, a través de amenazas o regímenes excepcionales, que si fueran tan queridos como dicen, no necesitarían. Son en tres palabras, unos verdaderos desgraciados.
Y para ganarles, se requiere primero, de los héroes de Zimbardo, que ayudarán a levantar a los más honestos y luego, la masa empezará a cambiar. Al principio parece tarea perdida, pero poco a poco la gente se despertará.
Y así está pasando ya en estas tierras ligeras, en donde muchos ya entienden de la corrupción de aquellos que imaginaban como los mejores, pero que resultaron ser los más desalmados.
Y ahí seguiremos, denunciando la injusticia y la podredumbre, porque es nuestro deber; y porque con la ayuda de Dios, hemos un día de triunfar, por el bien común.
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