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Lo que Trump ha corregido (y lo que debe corregir)

Pero el poder de Trump, ojo, sí tiene límites en Estados Unidos. Uno de ellos se encuentra dentro de él mismo, y se llama ego. La expresión masiva del ciudadano, traducida a números de encuestas, es algo a lo que todo mandatario vanidoso es particularmente sensible.

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Evidentemente, uno de los grandes responsables directos de que Donald Trump haya regresado a la Casa Blanca es su inmediato predecesor, Joe Biden. Parte del legado de la administración de Biden será siempre el retorno de Trump al poder. Para todo presidente saliente, la gestión de quien le sucede en el cargo es también un trozo —a veces bueno, otras indigesto— de su herencia política.
Así como al desastroso periodo de Jimmy Carter (solo cuatro años) le sobrevino el aluvión de 12 años de presidentes republicanos, a la pésima gestión de Joe Biden puede remplazarla una fase incierta de nacionalismo y discordia, aciertos e incongruencias, fuerza justificada y tensiones gratuitas, una fase que durará el tiempo que lleve al movimiento MAGA (Make America Great Again) acabar con la paciencia de los votantes americanos. ¿De qué dependerá? De lo que este personaje disruptivo, Donald Trump, vaya a hacer, y, muy importante, con quién y contra quién lo haga.
Al “trumpismo” se le juzga racionalmente por la retórica de su vocero principal, pero no suele distinguirse la razón de fondo por la que esa retórica —tan agresiva y divisionista— tiene éxito en Estados Unidos. Cuando el fenómeno de un líder incendiario aparece en el panorama político, la mera irrupción de ese liderazgo no es más que el síntoma de algo que debe medirse de otra manera, con mayores elementos antropológicos e históricos.
El discurso de toma de posesión de Trump fue calificado por El País, con puntería, como una “prueba de estrés para la democracia”. Pero si se quiere entender el éxito del “trumpismo” y adelantarse a sus posibles efectos, los grandes medios de comunicación —como El País, sin ir muy lejos— deben iniciar urgentes y dolorosos exámenes de introspección que apunten a algo más que los síntomas del problema.
En Estados Unidos, los grandes consorcios informativos, la industria del entretenimiento y las más importantes universidades —conglomerados, todos ellos, muy poderosos— no pueden darse el lujo de seguir ignorando que esa apuesta facilona y acrítica que con pocas e ilustres excepciones ejecutaron a favor de un progresismo elitista e intolerante, muy proclive a la censura y la cancelación, tuvo efectos nocivos en casi cada dimensión humana: desde la familia hasta la escuela, desde el arte hasta el deporte, pasando por la otrora sagrada noción de la igualdad ante la ley y la patria potestad sobre los propios hijos. ¿Es que no existe suficiente honradez intelectual y el más elemental sentido común para admitir que durante las gestiones demócratas se cruzaron líneas que nunca debieron cruzarse?
La administración de Joe Biden, por eso, tiene tan grande e intransferible responsabilidad en la vuelta de Donald Trump al poder. No dejemos de señalarla cuando las futuras generaciones se pregunten cómo es que alguien con las características morales, intelectuales y retóricas del actual mandatario consiguió estresar al mundo por cuatro años más.
Hace algunas semanas, precisamente, el globo entero presenció, ni más ni menos que en el mítico Despacho Oval de la Casa Blanca, un espectáculo asombroso, grotesco, casi surreal: los dos más altos cargos políticos del país más fuerte del mundo acosando con palabras y dedos índices al presidente de Ucrania, en una escena que solo a trumpistas muy fanáticos puede parecerles digna del lugar, la materia y las investiduras allí reunidas. Pero por encima de semejante ruido, lo que demuestra este fiasco diplomático es que Trump, aparte de no ser (y ya lo sabíamos) ningún campeón de los ideales democráticos, será mortalmente agresivo con quienes no aprendan a enfrentarlo. En otras palabras, el presidente norteamericano ha demostrado que los eslabones débiles serán arrancados de cuajo en cualquier cadena geoestratégica urdida en Washington.
Pero el poder de Trump, ojo, sí tiene límites en Estados Unidos. Uno de ellos se encuentra dentro de él mismo, y se llama ego. La expresión masiva del ciudadano, traducida a números de encuestas, es algo a lo que todo mandatario vanidoso es particularmente sensible. También por esta vulgar razón, el recrudecimiento de la guerra ruso-ucraniana es mala noticia al interior de la Casa Blanca. Con ese polvorín creciendo en dimensión, la propia credibilidad de Trump, que había prometido acabar con el conflicto en su primer día de gobierno, salta por los aires. De ahí la importancia que tuvo la firme negativa deVolodímir Zelenski ante las malas formas negociadoras de sus interlocutores: si hubiera cedido, abrumado por aquel ataque a dos bandas, Marco Rubio jamás se habría sentado a negociar con él y menos pedir después la aceptación del acuerdo a Vladimir Putin (a quien Trump, por cierto, no ha acusado de “jugar con la tercera guerra mundial” después de su rotunda negativa).
Ante estos retrocesos en materia geopolítica, la popularidad de Trump está sufriendo. Los estadounidenses no creen a Rusia un aliado confiable y no compran a su presidente que Ucrania, la nación invadida, sea culpable del conflicto. Los sondeos más creíbles confirman que el ciudadano promedio está lejos —y bastante lejos, si nos atenemos a ciertos números— de aplaudir las derivas excéntricas y prepotentes de Washington con el resto del mundo. ¿Qué hará entonces Trump para arreglar los embrollos en Europa del Este? ¿Seguirá con esa inaudita tendencia a abrir frentes y crearse enemigos por doquier?
Porque más allá de la simpatía personal que experimente por Putin, el pragmatismo político tendrá que imponerse tarde o temprano en la agenda presidencial de Trump. Y no solo en el aspecto militar, sino también en materia económica. De no corregir pronto, su segundo y último mandato estaría a solo pasos de encarnar el más catastrófico aislacionismo que se recuerde en la reciente historia americana.
El rechazo a los estropicios de Joe Biden fue consecuencia del sentido común puesto al servicio de una visión política. Pero esa visión práctica debe impregnar las otras aguas en que navega Donald Trump. De ello dependerá su legado, por muchos aciertos que haya tenido en lo demás.

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