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Nuevo giro del gobierno en la puja por la minería

En el tema minero, pese a que contó con la aritmética legislativa para anular de un plumazo y sin debate ninguno la ley que prohibía la extracción de esos materiales, y que el control de las instituciones del cual goza le garantizan mantener bajo un velo de secretismo los detalles del asocio y de la adjudicación que le interesen, el presidente pretende que la nación abrace esa idea porque sí. Eso no ocurrirá, los sondeos de opinión fueron contundentes desde un inicio, es una medida impopular, en el mejor de los casos para el oficialismo incomprensible o, en el peor, un signo de que se está gobernando solo para honrar ciertos intereses sin importar la agenda de las mayorías ni el daño que se le propinará a un territorio ya suficientemente contaminado. 

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La dialéctica oficial sobre el proyecto minero en El Salvador tomó otro giro recientemente, el de un enfrentamiento entre el ejecutivo y algunos en la jerarquía religiosa, aún indefinidos pero que ya fueron fustigados en los comentarios de varios funcionarios, entre ellos el presidente de la república.
En la medida que el tiempo avanza y que esa coyuntura no progresa, algunas cosas van quedando claras y otras permanecen en la profunda oscuridad. La más obvia de las realidades es que a la administración no le sienta bien ningún tipo de crítica, disidencia ni pregunta, que está acostumbrada a la obediencia y al alineamiento sin ambages, que la virulencia de sus actuaciones ante la sociedad organizada, los sindicatos, la academia o los tanques de pensamiento no es solo táctica de comunicación, sino que en efecto piensa de ese modo reduccionista y polarizado.
También está clara la aspiración del mandatario a mantener su popularidad, un indicador que influye cada cierto tiempo en las políticas públicas, en la fluctuación de sus manierismos populistas y que ha sido en varias oportunidades la única explicación para ciertos arranques como el del pasado enero, cuando se decidió subsidiar el pago de miles de facturas de agua y electricidad. En el tema minero, pese a que contó con la aritmética legislativa para anular de un plumazo y sin debate ninguno la ley que prohibía la extracción de esos materiales, y que el control de las instituciones del cual goza le garantizan mantener bajo un velo de secretismo los detalles del asocio y de la adjudicación que le interesen, el presidente pretende que la nación abrace esa idea porque sí.
Eso no ocurrirá, los sondeos de opinión fueron contundentes desde un inicio, es una medida impopular, en el mejor de los casos para el oficialismo incomprensible o, en el peor, un signo de que se está gobernando solo para honrar ciertos intereses sin importar la agenda de las mayorías ni el daño que se le propinará a un territorio ya suficientemente contaminado. Pero de la insistencia para que la gente celebre lo que lamenta, pronto se transita a satanizar a quienes cuestionan el prurito minero.
Es un callejón narrativo sin salida porque ni el gobierno cuenta con argumentos a favor de la minería excepto los pensamientos del presidente, ni parece que quiera retroceder en ese empeño, y por el otro lado, la convicción de miles de ciudadanas y ciudadanos solo se ha fortalecido al paso de las semanas; que las iglesias sean un lugar seguro para conversar al respecto, que en la comunidad religiosa y en los templos incluso se permita cultivar un sentido de pertenencia alrededor de la posición antiminera ha sido fundamental, una variable que nadie en la cúpula del poder anticipó.
La trayectoria de este gobierno hace creer que su nueva dialéctica será contra la iglesia, pero equivaldría a destruir uno de los pocos puentes de conexión entre el nuevo poder fáctico y la población en un momento que se volvió aún más delicado por el proyecto de deportaciones masivas desde los Estados Unidos de América. Para mantener abierta la puerta con las comunidades, una vez desarticulado el municipalismo y desfinanciadas cientos de oenegés, la administración solo puede auxiliarse de la iglesia; el discurso oficial dice una cosa, pero para efectos prácticos tanto del control social que le interesa como para paliar las eventuales crisis humanitarias, requiere de al menos un punto de contacto con la nación.

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